Hubo un tiempo en el viajar no era más que sueño irrealizable.  Un sueño que me acompañaba cada vez que el trabajo me permitía cerrar los ojos, y evadirme en el deseo de conocer nuevos paisajes, entablar relación con gentes de diferente lengua, color o cultura, vivir aventuras como una heroína, ganar batallas, volver convertida en reina…

Hubo un día en el que, ajada y cansada, dejé de cerrar los ojos para soñar despierta, ya, la gente había llegado hasta mí, los paisajes se encontraban a golpe de tecla al alcance de cualquiera, mis pies dejaron de levantarse de la tierra, mis sueños se convirtieron en imágenes estáticas, como postales que se sucedían durante el descanso de la noche.

Hubo un momento, en el que mi único anhelo era el último viaje, ese del que se dice que no se vuelve y durante noches y noches, provoqué el desenlace, sin éxito, amaneciendo de nuevo en mi lecho, agradeciendo a veces, maldiciendo otras, por no poder apearme del tren de la vida y subir en aquel que te aleja de ella y te acerca a la muerte, certera, ilógica y misteriosa, atractiva y maléfica, aquel tren que te lleva al viaje sin retorno y de desconocido destino, el viaje final, el viaje más destructivo, el que pone un cebo luminoso tras el precipicio, el que trunca cualquier destino.