Para mi es difícil elegir una sola entre tantas, me da la impresión de estar jugando a la lotería de las palabras. No digo que me sea difícil elegir, tomar decisiones. En eso de las decisiones, aunque acostumbro a rumiar lo apropiado para cada elección, es bastante usual que decida la primera opción que viaja por mi cabeza. Es como si en el fondo no me fiase de mi capacidad o tal vez sienta vértigo ante tanta velocidad, no sé, tampoco me inquieta.

Compararía las palabras con los olores, como los aromas de los perfumes que la gente utiliza. Claro que yo utilizo perfume, pero no hablamos de mi perfume ni del tuyo, sino de aquel que está de moda, que utiliza todo el mundo, impersonal, totalmente masificado, quizas acabe siendo el perfume de una generación pero no el de nadie en particular, como una época donde siempre huele a lo mísmo, aunque se limpie, aunque se utilice lejía y desinfectante. El perfume y las palabras se convierten en entes sin sentido desde el momento que se utilizan por la tropa a discreción.

En mi tiempo, un cuarto de barrio olía a Lavanda Puig, otro cuarto a Varón Dandy, otro a Brummel y el último de los cuartos a Eau Jeune. Tal como enumeré los aromas, se expresaban sus bocas: señor, señora, tío y tía. Parecíamos familia con tanto tito y tanta tita. Ahora la familia sigue aunque cuanto más embriagante el aroma, más dispersa la persona.

Me revientan los monosílabos que nos esclavizan si queremos seguir en la risa, las palabras que se utilizan de oídas sin saber ni tan siquiera lo que significa. Me dan patadas las palabras prestadas, las que no se sienten, las que se dicen y no se entienden, las que al pronunciarlas duelen, las que al nombrarlas, hieren.