Si mi vida fuese una casa, sería una casa de citas.  Una casa de citas como la casa rosa y la casa azul, aquella casa del Raval donde creció mi odiada Marisa Feria.

Ya se que está feo eso de odiar y suelo mentir diciendo que quiero a todo el mundo. Y lo cierto es que digo la verdad cuando miento, quizás porque todo siempre fue una mentira y la única verdad es la que está escrita: la de mis cuentos y mis relatos son más fieles a la vida que un retrato.

No sé si a la vida en general o solamente a la propia en particular, no sé si a la vida que uno quiere o la que tiene, la vida que uno desea o esa vida en que uno se desrecrea mientras pasa esperando que ocurra.  La vida queda reducida a un adviento, un tiempo de espera donde el cuerpo desespera, donde la espera se convierte en eterna y la eternidad no llega, donde de nuevo, todo de nuevo comienza.

Solo pienso que quién espera desespera y quien desespera se exaspera, las rosas y el vino se esperan mientras las espinas desgarran y la sangre 🩸 se derrama.