Suele haber un tiempo en la vida de las personas en el que éstas, viven en continua primavera -lástima que algunos no sean conscientes.
Allá por la prehistoria de mi vida, cuando uno creía que podía conseguirlo todo, aun sin tener la certeza, cuando de lunes a viernes el trabajo era nuestra vida, por contradecir en casa, me convertí en un adicto al trabajo.
Durante la mañana trabajaba en una empresa de importación que operaba en el entonces lejano Oriente, al mediodía me dedicaba a patearme las calles del Eixample entregando facturas y retirando talones bancarios de las múltiples compañías aseguradoras que se escampaban por la ciudad, a partir de las cinco, mi último turno horario se desarrollaba ejerciendo de contable en una empresa relacionada con el mundo de la automoción.
Envidiado por unos, admirado por otros, fui metabolizando esa etapa de la vida que llamaban juventud hasta pasados unos años de la edad adulta.
Ya vivía en mi casa, había comprado un pisito de obra nueva en el distrito Centro de Hospitalet y me manejaba bastante bien.
Los fines de semana salía con mis amigos de toda la vida, muchos ni tan amigos, otros ni tan de toda la vida. Esa forma de ser mía, tan adicto primero a los estudios – en un barrio donde pocos aguantaban en la escuela hasta los catorce años y luego al trabajo – en un lugar donde el paro, sobre todo, en lo referente a la industria siderúrgica, atacaba con fuerza a la población – me convirtió en una especie extraña. Fue una de las razones por las que cambié de barrio aunque, seguí yendo a casa todos los fines de semana, la paella de mi madre no tiene adversario que se pueda medir con ella ni en el mejor de los restaurantes…
Lástima que no pueda seguir degustándola… Un domingo al salir de Camp Nou en dirección a casa, apenas diez minutos de trayecto urbano en auto, un camión me invistió y me dejó hecho papilla empotrado en la fachada del antiguo cine Alhambra. Me reconocieron por mi traje, por el traje azul marino de yupi.

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