Después de morir ayer, no puedo ni tan siquiera arrepentirme de nada o de todo, de nada de lo que gané, de todo lo que perdí. Si la muerte dejase a la vista nuestro último pensamiento impreso en nuestra mirada, sabe, Mariona, que sería solamente su rostro agitado el que se podría vislumbrar en mis pupilas inertes. Tuve prisa, quizá, aunque realmente no iba rápido. La rapidez acaba siendo relativa, difusa e inexplicable como lo fue nuestra relación y ahora que le han puesto nombre a todas esas cosas fuera de la binariedad, ya no tengo posibilidad de decirte que lo siento.
Siento haberte hecho volver de la isla, de haberme quedado con todo a cambio de nada, aprovechando, eso sí, de manera inconsciente, esta generosidad intrínseca en tí, mucho más que desinteresada, inconsciente y automática que derrochas, por que lo sigues haciendo, a borbotones, como se vertió mi vida aquella tarde tras el partido de futbol, como se diluyó tu imagen en aquel barco de ida en el que no pensé, egoístamente, que sería la última vez que ocurriría. Y te dejé ahí, a tu suerte, sin poder saber si fue o no, si existió o fue un sueño.
Aquel barco desapareció entre las estelas de espuma de igual manera que mi vida entre el muro del cine Alhambra, donde tantas veces nos habíamos colado por el patio del que se entraba desde la travesera de Collblanc, con la misma rapidez que se esfumó lo que no vivimos, lo que no nos dimos, lo que yo, por mi absurda falta de tiempo, nunca te dí. No pienso, si es que lo que ahora hago es pensar, en cosas ni abstracciones, pienso en las posibilidades de todo ello y aunque culpo al tiempo, sé que el único culpable, fui yo.

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