Cada tarde al abandonar la ciudad me invade un vacío tan tan grande que me cuesta encontrarme. Encontrarme dentro de ese cuerpo exhausto tras la jornada es una misión imposible. El comando del ático no atiende a requerimientos, apenas trabaja el piloto automático para conseguir que llegue a casa. Me pregunto si todo ese esfuerzo diario tiene valor incluso para uno mismo.
Con el ocaso del día parece desmoronarse todo aquello dábamos por sentado. Cuando el comando me lo permite llego a pensar que todo no era más que un espejismo que ha durado más que nunca y que toca a su fín. Quisiera, espero equivocarme, por mí, por todos.
Los coches se aglutinan en la salida de la urbe. Me pregunto si ellos también van con piloto automático, si tienen los mismos temores u otros diferentes. Quizá piensan en esa cerveza que los hace libres mientras siguen jugando a ser libres. Llegarán sanos y salvos a lugar seguro, donde una pizza les invitará a poner en marcha el horno y, mientras toma temperatura, tomarán una copa de vino comprada en una gran superficie.
La noche acabará cerrándose igual que la puerta de las casas hasta que en unas horas, el despertador anuncie la llegada de un nuevo día aunque, todavía el sol, no raye el horizonte tras un mar gigantesco y frío.
Y, vuelta a empezar…

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