Hace un par de días vi El 47 y, trajo a mi memoria este relato que un día escribí.
Eran muchas las veces en que visitaba aquella vivienda. Se trataba de un pequeño piso construido a principios de los años sesenta en el barrio de La Torrassa. Durante esa época, muchos de los que hasta entonces habían vivido en casas bajas, se habían puesto manos a la obra de cara a sacar provecho de la oleada de de personas que llegaban a Barcelona para labrarse un porvenir lejos de su tierra natal, principalmente atraídos por el crecimiento industrial de la zona. La mayoría de las casas eran de color gris ya que el cemento que recubría sus paredes externas no había sido pintado, muy pocas eran de ladrillo visto de calidad, muchas lucían sin pudor fachadas construidas con cerámicas inadecuadas, con ventanas tapadas con maderas e incluso podían verse puertas hacia la nada, prendidas de fachadas laterales, invitando a dar un paso al infinito o quizá esperando una escalera que los llevara a ninguna parte; Algunos edificios crecían robando aire a la propia vía pública que parecía desmerecerse ajena a tal barbarie urbanística, dejándose amedrentar tal vez sin consciencia de lo que ocurría a su alrededor. Todo ello y seguramente mucho más, venía a demostrar más que la ciudad estaba creciendo de forma precipitada y desorganizada, carente de un proyecto urbanístico propio.
Estas viviendas tuvieron un gran empuje en concordancia con las grandes olas migratorias desde otros puntos geográficos: Seguramente la más importante de ellas sea la coincidente con la época dorada del textil catalán, debido en parte a la proximidad de la Tecla Sala; más tarde hubo otros movimientos importantes, relacionados también otros acontecimientos económico-sociales importantes, tales como las obras de construcción del metro o la exposición universal de Barcelona de 1929.
Una y otra vez se dejaba influenciar de la vecina capital relegándose a ser mero desahogo de la misma, una especie de puerta trasera, al margen de su majestuosidad, un anexo al que recurrir en casos de emergencia, en parte debido a su proximidad. Durante los años de la dictadura continúo el flujo humano atraído por la próspera industria de la zona y fue por ello que los ya ubicados en la zona, vieron, unos la oportunidad, otros la necesidad, de ampliar o acondicionar sus casas.
Unos ampliaban sus casas subiendo una o dos plantas, para cuando sus hijos se casasen, decían. Durante un tiempo fue así, aunque también es cierto que mientras llegaban los matrimonios, amortizaban bien los gastos ocasionados con las ampliaciones mediante alquileres temporales a las familias emigrantes principalmente procedentes del sur y oeste peninsular. Cuando las nuevas familias crecían más de lo previsto –humana o económicamente- aquellos anexos quedaban de nuevo dispuestos para la entrada de nuevas familias, que en otras mareas diferentes, continuaban llegando a la zona.
Otros, además de ampliar, ingeniosamente modificaban espacios originariamente para uso diferente al habitable y los convertían en espacios donde cohabitaban, muchas veces hacinados, los estratos más desfavorecidos de todas esas mareas humanas. Callejeando por la ciudad, uno podía ver respiraderos de locales subterráneos o incluso ventanucos de antiguas cuadras, convertidos en ventanas de habitáculos inventados en un algún infralugar redecoradado para las nuevas necesidades. Fue por aquel entonces cuando empecé a frecuentar una de aquellas viviendas, o, como se diría ahora, infraviviendas. En poco más de treinta metros se podían encontrar dos habitaciones, un salón comedor, una cocina, y un patio con acceso al baño. Yo los percibía como una versión urbaproletaria de la casa de los gnomos, pequeños y por lo general afables.
En tiempos posteriores los movimientos en sentido opuesto no devolvieron a la ciudad los espacios perdidos pero si volvió a ella la luz, en contraposición directa a todo aquello que si no grande, la había hecho importante y poblada, llegaron las grandes espantadas obreras fruto de la decadencia industrial de la zona.
La ciudad quedó mermada de familias en edad productiva, como dando premio a toda aquella aborigen, un día joven, que la hizo grande aunque algo desestructurada.
Eran tiempos en que no había más sueño que el encontrado al final del día, donde no había lugar más que para una lucha exacerbada por la propia vida, una vida exenta de todo aquello que hoy muchos damos por básico, donde no había más derecho que la obligación de subsistir.
Los que resistieron aprovecharon la paz reinante, la falta de prisas y de horarios en regenerar no solo el aire robado sino también, en colorear nuevamente la vida. Algunos, no todos, se dejó vencer por la depresión, una, dos, tres veces, las que sus cuerpos aguantaban, arrastrando con ellos muchas veces, la dignidad de su estirpe.
Entre los rayos de luz, había uno que brilló especialmente sobre el lugar que un día dejó la maga del sótano inmundo sobre una casita del cerro. En el espacio que dejó su abuela tras la marcha, la maga descubrió que allí estaba su sitio y que pasadas las mareas de gente, los de antes y los de ahora, acabaría allí, compartiendo pan, aire y luz con el resto, en aquella minúscula casa del segundo piso en la calle Mas, al lado mismo de donde un día comenzó a ver la luz.
Y con este traslado empezó su sueño en la ciudad, al igual que en otros momentos, otros empezaron el suyo, en la ciudad de los sueños.

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