A todo lo largo y ancho de este mundo, tal cual decía nuestro querido Capitán Tan, hay muchísimos vecinos o hijos de éstos que se dedican a contar sus aventuras o aquello que les gustaría que así hubiese sido.
De la misma forma que el Capitán de la generación “boomer”, se dedicó a amenizar las tardes de los chiquillos que en esos tiempos tenían un televisor en su casa, cualquiera de nosotros -los escritores, proyectos de ello, sucedáneos y otras especies del ramo- podrían amenizar una “jam” de narrativa”, aquellas
veladas a las que muchos asistíamos cuando el bicho no nos tenía amenazados.
Era divertido ver como los compañeros, llegado su turno, aprovechaban el momento para sacar del bolsillo algún escrito, espontáneo, fuera del guion cronométricamente programado, y que los organizadores, a sabiendas de la aparición de maletillas en el ruedo literario, no tenían manera de controlar la escena.
Era emocionante ver como aquella persona tímida que subía a la tarima mirando al suelo, tras leer las primeras líneas de su obra, dejaba el papel a un lado y miraba a los ojos a los allí reunidos. Su valor iba apareciendo de manera inversamente proporcional a la desaparición de su timidez.
A muchos de ellos les faltaban bolsillos para esconder todas aquellas creaciones, inspiradas muchas veces mientras otro artista deshojaba sus sentimientos ante un público heterogéneo, en ocasiones, con gran diferencia en sus creaciones, ya fuera por género, temática, o calidad.
Solía acudir siempre una escritora de apariencia un tanto excéntrica, casi siniestra. Vestía de oscuro, peinaba moño bajo, hecho con una larga trenza enroscada casi a la altura de su nuca, al estilo de las abuelas antiguas, de las del siglo pasado, y portaba siempre, unas gafas de montura negra y cristales grises ahumados, no supimos nunca si por algún problema en la vista, o por pura estética con el resto de su vestuario.
La mujer subía al estrado a la hora programada, ni un minuto antes ni uno después. Daba igual quien estuviese y si éste había acabado, la retirada del usurpador de su tiempo siempre era en silencio, con la cabeza gacha, tal cual acostumbran a subir. La mujer poseía un magnetismo tal, que no necesitaba
las palabras para conseguir que todo continuase según lo previsto, los crecidos
temporales recuperaban su tamaño habitual y sentían vergüenza por su hazaña extra fuera de guion.
Muchos de los organizadores probaron de
adjudicarle siempre un primer lugar en el orden de aparición a la mujer, pues sabían que su participación, siempre ceñida rigurosamente al horario establecido, no retrasaría el evento y quizá con su estoico ejemplo, algunos participantes decidieran aprender la lección sin palabras que ofrecía la autora.
Tardaron poco en darse cuenta los organizadores, del fracaso de aquella
decisión: La mujer conseguía tal interés del público en sus intervenciones y una vez acabada su participación, eran muchos los que marchaban, en ocasiones, hasta algunos de los autores convocados, abandonaban la velada, tras sufrir un baño de realidad en el que afloraban sus deficiencias como autores.
Los temas con los que aquella mujer amenizaba la velada no eran más que
una muestra ordenada y detallada de la trivialidad social, ya fuese actual o
pasada, siempre relatados bajo la mirada de un narrador omnisciente, capacitado para saber cualquier acción y reacción de manera clara y precisa, como sus intervenciones, rozando la ansiada perfección.
¿Qué hacía que la intervención de aquella mujer se convirtiese en el centro de atención de cualquier acontecimiento de aquel tipo?
No puedo dejar la respuesta en la puerta de cualquier ojo u oído. Debo aclarar primero que no todo fue brillante y fácil. No faltó quien intentó que aquella excéntrica mujer dejase de participar en aquellos acontecimientos, incluso
utilizando el soborno como arma contributiva para ello.
Y aclarar también que, aquel que fue descubierto en tal mal arte, fue invitado a
abandonar el evento y los otros tantos que se organizaban durante el año en todo el territorio. Se convertía en un proscrito, automáticamente.
La señora se dedicaba, como he dicho, a relatar sobre la trivialidad, sobre la sencilla y a la vez compleja realidad cotidiana. Podía contar la historia de una joven vecina cargada de chiquillos que había perdido a su esposo en un
accidente laboral, todo esto en una situación tan precaria como es la ilegalidad, hasta de algún protagonista de la prensa rosa-amarilla que llena las vidas de muchos de nuestros congéneres, siempre eso sí, dada la situación que refiera, con una reflexión personal que a nadie deja indiferente.
Esas historias que tomaron tanta fama, ella las denominaba “cuentos que no cuentan nada”. A esta denominación, ante las preguntas de un público curioso ante tal razonamiento, ella respondía diciendo que esas historias no contaban nada porque en realidad, eso era el día a día de muchos de nosotros y todos,
sin excepción, podíamos, en algún momento de nuestra vida, ser los protagonistas de alguna de ellas.
Cuando explicaba esto, su semblante acostumbraba a endurecerse, aunque
nadie podía ver el brillo de sus ojos a través de los cristales de sus anteojos ahumados, algunos decían que creían haber visto resbalar alguna lágrima por sus mejillas, otros creían reconocer un pequeño suspiro anhelante.
Pero ninguno, nadie de los asistentes, fue capaz de reconocer a aquella mujer enjuta que conseguía silenciarlos, que era capaz de poner orden en aquellas jaulas de grillos metafóricas que eran las “jams”.
Nadie se reconoció en ella.
Y ella no era más que la voz de la experiencia de todos los allí congregados.








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