En estos últimos meses, más que nunca te echo de menos. No sé qué ocurrió entre nosotros, aunque creo adivinarlo.
Lo cierto es que no hay conversación, noticia nueva, que llegue a mis oídos y enseguida no piense en llegar a casa y hablarte de ello.
Me recreo en tu presencia, aunque ahora no te vea, compartiendo, pero ya es algo más que un deseo, un sueño que no es sencillo, que supera la quimera, y que, aun siendo consciente, no me desapego de la idea.
Estoy ante el ordenador, como tú siempre me recuerdas, espero tu entrada en el estudio, cuando siento la puerta.
Pero tú no llegas. No llegas y me doy cuenta, de lo mucho que anhelo tu presencia, de todo lo que conversábamos, de los ratos de mirarnos, sin ver más allá de nuestros ojos negros, embriagados de nuestra propia compañía, no
necesitando más, todos nuestros deseos se centraban en nuestros momentos.
Siento dolor al imaginarlo, al soñarlo, sea despierta, sea durmiendo. Pero no me va la vida en ello, la vida ya no me importa, de hecho, creo que ahora la detesto, reniego de ella, quiero arrebatarla de mi cuerpo.
Siento que debo seguir tu estela, esa que a sangre ha quedado grabada en mi corazón, y la que tú has dejado, al subir tan rápido, como tú siempre, a lo más alto del cielo.
Aun a sabiendas de que no sé si llegarás a leerlas, te escribo estas cuatro letras. A pesar de ello, no ceso en ese intento, en el que, de alguna manera, esta carta y su contenido, llegue hasta el cielo.

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