Al escucharla recordé que durante el primer año estuvo sin venir a clase un tiempo, todos pensamos que hacía campana. Ningún profesor nos dijo que pasaba. Quizá mejor. Su agresión se ocultó, se convirtió en una especie de proscrita porque desde entonces se aisló, empezó a fumar como un carretero, que era como antes llamaban a los fumadores empedernidos, y a beber carajillos y trifásicos antes de entrar en clase. Con su conducta se forjó una mala fama, de chica dura. Nadie sabía de su padecimiento en clase. En mi caso fue algo más grave porque estuve luchando por mi vida en una UCI y, en el hospital trabajaban muchas madres y padres del instituto, se corrió la voz. Mi agresión se convirtió en tema de conversación, morbosa al principio, muy cruel después. Ella había pasado por algo parecido y cuando ocurrió lo mío, indagó en los antros de su pueblo hasta tener la certeza de que habían sido los mismos. A ella el miedo le hinchaba las venas del cuello y su tez tomaba un tono violáceo, muy oscuro.
Tenía un plan y esa tarde lo iba a cumplir, con o sin mi ayuda. Obtuvo mi ayuda.
Nos dirigimos hacia un bar donde sabíamos que se encontraban, ella había hablado con los hermanos de otras chicas que habían pasado por lo mismo. Les tenían ganas. Eran otros tiempos. Ya en el bar, al vernos entrar, sus amigos vinieron hacia nosotras. Nos invitaron a unos refrescos, como si no ocurriera nada. Nos dijeron que ya habían corrido la voz: Fiesta en la casita. Ellos vendrían. Mi compañera sacó del bolsillo del anorak su paquete de tabaco. Me extrañó ver que sacase un paquete de Fortuna, yo siempre la había visto fumar Ducados. Repartió cigarros. Ellos se acercaron y le pidieron tabaco. “Voy fuera a fumar, ¿venís?” La siguieron como las ratas al flautista. Ella se dirigió a la casa de la fiesta, próxima al bar donde se encontraban. Les dio un cigarro a cada uno y fueron entrando. “Espero fuera a los otros”. Se alejó y de repente la casa saltó por los aires con ellos dentro.
Continuará

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