Hacía más de cuarenta años de no visitaba Sant Boi. Aquella ciudad no mantenía gratos recuerdos para mí, pero tras lo ocurrido, me vi en la obligación de volver a aquel oscuro lugar.
El miedo a volver estaba tan impregnado en mi ser que aun sabiendo que no existían ya motivos para mantenerlo, no era capaz de olvidar todo lo que ocurrió hace ya tantos años que, a veces pienso que no me ocurrió a mí, sino a alguien conocido, que quien estuvo en aquel sombrío lugar fue otra persona, una de tantas, un desconocido quizá, pero no yo. Habían pasado más de cuarenta años de mi ingreso en aquella prisión, donde carecí durante doce largos meses de algo fundamental para cualquier ser humano, la libertad.
Fue a final del año 78 cuando, al salir del Ateneo Santboiano, unos muchachos a los que había conocido esa tarde, me siguieron hasta la estación de los Ferrocarriles Catalanes, donde debía tomar el tren para volver a casa. Mis amigas se quedaban en el baile porque podían llegar después de las diez de la noche, yo, debía llegar a las ocho, justo cuando empezaba a ponerse bien el ambiente, debía abandonar la sala, para conseguir entrar en casa a la hora indicada.
Aquel día fue muy diferente. Era febrero y estaba muy oscuro. Las luces de la calle estaban apagadas, tampoco había luna, por lo que la tarde tenía el color de la noche cerrada. Apenas transitaban vehículos y comenzada a soplar una ventisca que levantaba las hojas de plátano del suelo. No los escuché, yo iba pensando en mis cosas mientras miraba el suelo para no tropezar con las hojas muertas.
Al girar la esquina para entrar en la estación, uno de los muchachos que había conocido aquella tarde, salió de la nada y se plantó ante mi cortándome el paso.
Continuará…
El racó de Mechas 
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