El espectáculo parecía dantesco. Yo no quería calificarlo así ni tampoco de ninguna otra forma. Yo solamente deseaba sacar aquella experiencia soportada por mis sentidos el último sábado.
A modo de terapia, como aquel que va al psicólogo con el fin de que éste, encuentre ese trauma escondido que le martiriza la vida.
Todo empezó a gestarse el sábado a última hora de la tarde, sobre las ocho más o menos. Bajé a pasear a mis chicos antes de que se hiciera más tarde, hacía muchísimo frío y no quise demorarme ni un minuto más con ellos. Pareciera que inconscientemente, supiese de antemano que la mañana siguiente sería soleada y con buena temperatura, tal como al día siguiente ocurrió.
Los chicos son bastante reacios a la salida nocturna, son de aquellos que disfrutan con el sol y justo al primer pis de la tarde, tiran de la cadena en dirección a la casa.
Al tiempo de salir, una mujer de cabello rubio y desgreñado intentaba pulsar el timbre de alguno de mis vecinos, digo intentaba porque me pareció que tenía dificultad para encontrar la clave en la botonera de timbres. No me era desconocida y aunque no logré recordar su nombre, sé que hace algún tiempo entrenó con el club de baloncesto local, también creo haberla visto alguna vez en mi edificio, aunque no en mi portal.
Realmente me importaba bien poco si se encontraba en estado de embriaguez o bajo el efecto de alguna sustancia alucinógena. También me importaba un pito si iba a pillar al primero o al bajo, si primero debía ir a prostituirse al quinto o llevaba consigo la pasta, o si solamente llevaba aquel tembleque porque hacía frío o se estaba haciendo pis.
Aunque tengo que reconocer que acertar mis cábalas es algo que me pone de un humor excelente. Eso de comprobar que mi instinto no me falla y ver como la ley de la atracción se cumple es algo que me hace sentirme seducida, no puedo evitarlo.
Bueno, dejando imágenes narcisitas de lado, me veo en la obligación de informar y afirmar que mis pronósticos se cumplieron -lástima que con las quinielas no me funcione…-: El domingo amaneció reluciente, una mañana hermosa, impropia del invierno. No sé si realmente era tan bonita o es que yo todo lo veía hermoso tras salir de casa.
Volviendo a poco después del principio, diré que me levanté de buen humor, había descansado bien y no hacía frío. Desayuné rápido y me arreglé, no me duché pues pensé que tras el paseo con los chicos sería mejor momento. También a ellos los alisté y salimos de casa. Al entrar en el ascensor, automáticamente, ingresé la llave para ir al parking. ¡Miércoles! No era mi intención salir por allí, pero ya lo había hecho de forma automatizada. La verdad es que mi intención era salir por la puerta trasera ya que tiene más cerca el campo. Bueno, me equivoqué, erré como tantas veces lo he hecho y lo seguiré haciendo.
En el ascensor, empecé a percibir un olor raro, no extraño pero si impropio del lugar. Los domingos a primera hora era fácil que el ascensor no tuviera su olor de ambientador ambré impersonal de costumbre ya que los restos de fiesta de la noche anterior de algunos vecinos, dejaban sus efluvios en el habitáculo: alcohol, tabaco, sudor, perfume, mariantonia o cualquier otro aroma, eran fáciles de percibir, pero aquel día era diferente.
Mientras descendía, el olor se iba sintiendo más denso, como más concentrado, empezaba a molestar, tanto que mi estómago empezó a revolverse de manera paralela sobre su eje. Los chicos empezaron a tirar de los collares hacia atrás, no querían salir, y la verdad, ésto me extrañó porque los vi de lo más contentos al salir de casa.
Yo, como buena jefa conductora de la manada, tiré de las riendas y los puse al paso en un solo movimiento. Anduvimos por el pasillito que lleva a la puerta de seguridad y no pude abrirla.
Los chicos se habían enredado en el forcejeo por no salir y tuve que entretenerme a desenredar aquel lío.
Por fin abrí la puerta, aunque al ver lo que había tras ella hubiera preferido no haberme equivocado al meter la llave y haber pulsado el cero.
Todo era monocromo, de un color rojo oscuro, casi negro. Acababa de descubrir que el extraño hedor que se alojaba en el ambiente no era otra cosa que sangre. Todo estaba lleno de restos cárnicos llenos de todo tipo de humores biológicos: las paredes, las tuberías, el suelo, los autos que se encontraban allí aparcados. Era espeluznante. Aquello no era una imagen de matadero, aquello era comparable con una de esas películas gore que le gustan a mi hermano. Decir horror no explicaba nada. Sentí que me faltaba el aire, mi cuerpo se había negado a inhalar aquella pestilencia que inundaba el ambiente.
Me hice fuerte y sin pisar, asomé la cabeza desde el quicio de la puerta por si había alguien. En esos momentos, yo no sabía si mis vecinos estaban durmiendo o hechos picadillo en el garaje.
Retrocedí, no sé si con miedo y con toda mi sangre fría, y pulse la tecla cero. Salí a la calle por la puerta trasera y empecé a respirar aire puro -bueno, puro, lo que se dice puro, seguramente no- . Por aquel lado todo era normal, los coches transitaban por la carretera, la argentina gritona de la estación de servicio ponía firmes a los clientes, el sol relucía como lo había visto antes de salir de casa.
Sin dar la vuelta al edificio para comprobar la entrada del garaje, como si no hubiese visto nada, me fui con mis chicos a la playa y disfrutamos de un hermoso paseo.
Un par de horas más tarde, cerca de casa, un auto despistado había atropellado a tres personas, una de ellas, la madre de una gran amiga, que quedó gravemente herida.
Al volver a casa, el parking estaba abierto y no había rastros de nada. Reinaba la tranquilidad.
Debieron limpiar muy rápido todo aquello a pesar de ser domingo.
Desde entonce, no he vuelto a ver al vecino del quinto ni a la rubia desgreñada que no era capaz de pulsar los timbres.
Marta sigue en el hospital, recuperándose.
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En esta sangrienta historia tengo una sonrisa que parece no tener sentido, de hecho, no tiene absolutamente nada que ver: Estoy pensando en esa perrita canaria que nos cuenta sus vaivenes sentimentales, ¿le gustará salir de día o de noche?