Debo, primero de todo, confesar mi atracción por toda esta saga de confesiones. Desde un primer momento quedé enganchada a estas historias y sentí, desde la primera confesión, la necesidad de sentirme protagonista de alguna de ellas.
Esa necesidad se vio frenada en innumerables ocasiones, no se acababa de dar el momento, mi momento, mi confesión.
La falta de confianza, de valor o quizá un estricto sentido del pudor ponían una vez tras otra freno a ese impulso de contar mi historia.
Tengo que reconocer que si hoy he decidido dar rienda suelta a mi memoria en voz alta, ha sido en gran parte por esa música que escuché desde uno de esos apartamentos vacacionales cercanos, donde algún veraneante debió sin duda, encontrar un viejo disco de boleros y airearlo en alguno de esos tocadiscos que se pusieron de moda de nuevo –mesa de mezclas, creo que les llaman-
Paré mi oído, sonaba “Me muero, me muero” interpretada por el rey del bolero catalán.
Yo, que en esos momentos me encontraba saboreando un ron añejo en muy buena compañía, desabroché mi boca y empecé a contar mi confesión, esa vivencia que durante años tuve guardada y que por alguna razón, en ese momento y en ese lugar, decidió que tenía que ser escuchada, escrita y leída.
Había llegado el momento de compartir, de confesarme.
Fue hace ya muchos años, tantos que no apunto a recordar la fecha aunque si el lugar, que disculparán que no nombre aquí.
Tras mi separación, ya con mis hijos mayores, decidí volver a salir. Siempre me había gustado mucho bailar y también, porque no decirlo, siempre me sentí bien estando enamorada. Empecé a frecuentar una sala de fiestas con unas amigas, una de ellas en mi misma situación, la otra, algo más joven, un espíritu libre hasta el momento difícil de atar. Nunca compartí con ella esta forma de ver la vida, tan independiente, aunque a la verdad, la admiré siempre enormemente.
A mí siempre me gustaron los bailes con pareja, me da lo mismo un mambo, una rumba o un son… o un bolero, que se yo…
Acudíamos un par de tardes a la semana a bailar y casi siempre encontraba alguien con quien salir a bailar. Fue en uno de esos días “casi”, donde tuve tiempo de observar a un caballero que frecuentaba la sala por lo menos, tanto como nosotras. Era un hombre bien parecido, de cabello oscuro y tez muy blanca. Su rostro apolíneo, con unos grandes ojos azules coronados de largas pestañas oscuras daban un rápido punto de inflexión al contemplarlo, y su boca, de sonrisa amplia y luminosa, daba un punto de brillo diamante dentro de aquel local, poco más que un antro, al que acudíamos a bailar.
Las semanas iban pasando y aquel hombre y yo, intercambiábamos miradas en la penumbra de aquella sala. Empecé a dejar de bailar algunas piezas para no dejarlo de mirar.
La situación se había convertido en un auténtico duelo visual, yo esperaba ansiosa que llegara el día de ir a bailar, para vivir una situación que nada tenía que ver, pero que se había convertido en algo vital.
En uno de esos días que nos encontrábamos allí, mis compañeras me reprochaban que había perdido el ritmo deleitándome en aquel juego de dialéctica puramente visual.
Mi respuesta fue un silencio y un separar el sillón de la mesa, un levantarme y dirigirme hacia aquel hombre con el cual llevaba tiempo batiéndome en duelo visual. Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa, y saber que juego había tras ellas.
- Disculpe caballero, mi nombre es Virginia.
- Encantado de conocerla, Virginia, un bonito nombre para una hermosa mujer. – me respondió tendiendo su mano. Entendí que había hecho bien con aquella decisión. Continuó hablando –hace tiempo que la miro, su belleza es digna de admiración y baila usted muy bien… seguro ya lo sabía ¿querrá bailar usted conmigo una pieza?- asentí y comenzamos a bailar.
Aproveché su cercanía para entablar una conversación con él, lejos de reprocharle tanta mirada expectante y silenciosa, después de todo, yo había hecho lo mismo durante meses…
Fue pasando el tiempo y cada jueves y cada sábado nos encontrábamos en el club. Bailábamos, bailábamos mucho. Tomábamos alguna copa y conversábamos. Nos llegamos a conocer muy bien y era más que evidente que existía una gran atracción entre nosotros, la relación empezaba de nuevo a estancarse…
No quise esta vez demorarlo, pero el paso a dar era ya más serio…
Habíamos hablado mucho y estaba claro que nuestra relación no era una simple amistad, entre nosotros había chispa ¡y que chispa!, pero faltaba un pequeño detonante…
Él debía estar pensando lo mismo que yo… quizá por ello un día me invitó a cenar. Yo tenía miedo de que le diese por sacar un anillo. Yo no quería pasar por ahí, me sentía a gusto enamorada, tenía la necesidad de dar y recibir, de vivir una pasión que hacía tiempo me estaba vedada.
Por fin había llegado el momento. El lugar era elegante, la música ambiental en el tono justo para mantener un diálogo cercano, la luz en la proporción exacta para conseguir el grado de intimidad necesaria.
Bebimos champaña.
Nos besamos. Me dejé llevar, lo deseaba.
Me invitó a bailar en un pequeño reservado y por fin me invitó a subir a una habitación allí mismo. Accedí, por supuesto, hacía tiempo que lo deseaba.
Una vez allí, disfrutamos de un baile en la penumbra, se escuchaba la orquesta en un jardín contiguo, “Soy lo prohibido” un hermoso bolero.
Cerré los ojos y me dejé llevar. Besaba todo mi cuerpo mientras me desvestía.
Yo correspondía a sus caricias, a sus besos apasionados.
Yo seguía con mis ojos cerrados, supongo que no quería perderme un detalle de aquel momento de placer que lo llenaba todo.
Llegó el momento de que mi cuerpo recibiera la esperada visita. Fue imposible. No pudo ser. El gran tamaño de su virilidad lo hizo imposible.
A partir de ese día, seguimos siendo amigos y nació entre nosotros un profundo respeto. Nunca lo vi, nunca entendí, nunca hasta hoy, hablé de ello.