Aunque me importe bien poquito, de forma contradictoria me molesta enormemente la existencia de personas que se creen con el derecho a ningunear el resto.
Podría referirme entre otras cosas a la nueva plataforma territorial respecto al resto pero no es el caso, yo aquí no acostumbro hablar de esas cosas, no es lo mío. Lo siento, si así lo fuese, indudablemente sería de la casta, pero a mi me tiran otras cosas. Yo soy de aquella corriente -ya obsoleta, en desuso- del «haz el bien y no mires a quien», hoy en día conocida como «trata a los demás como quieres que te traten a ti». Es lo que tiene llevar años por aquí rondando, cuando vuelven las modas, no solamente se da uno cuenta de que vuelven a estar de moda aquellos zapatos que guardó en el fondo del armario hace muchos años, uno descubre que ya no puede calzarlos. Pues con la filosofía de vida pasa algo muy parecido a lo de los zapatos -esos que ni por un milagro pasajero vas a volver a calzar.
Y es que si hace muchos años, cuando de lunes a viernes, de once a once y media, no aguantabas la pataletas infantiles de las compañeras de patio, no vas ahora a hacerlo con las compañeras de trabajo o de colectivo. Con el tiempo nos volvemos más exigentes y dejamos de asemejarnos a aquellos lindos caballos de buena boca de nuestra crisis adolescente, aunque hoy en día, a estas alturas del siglo y pasada la cuarentena o lo que se tercie, uno se tropieza de vez en cuando, con especímenes que cada vez que la vida deja de sonreirle montan en un ataque de cuernos con el cristiano de turno y hasta a un brujo de marras enjabonan para conseguir su desgracia. ¡Cómo osan, bellacos del averno! ¿Cómo creen tener ellos el conocimiento y el protagonismo eterno?
Y lo peor de todo es el papelón del augur de turno, que no se mueve más que por dinero, y envaca al enfermo de la envidia en el peor de sus viajes, adentrándolo en el pozo del engaño, llevándolo quizá sin ser consciente, a recibir el peor de sus deseos para con el otro, aquel que por humano, por bueno, le consiente con lástima, lo que no está escrito en ningún sitio, y este individuo grosero marrullero y enfermo, se cree merecedor de todos los trofeos, hasta de los virus sanguinolentos procedentes del infierno.
A esos individuos, unos les llaman enfermos, otros tóxicos -y no precisamente por los virus- y antiguamente, protagónicos -aquellos que eran el niño en el bautizo, el novio en la boda y el difunto en el sepelio-.
Se llamen como se llamen, es mejor mantenerlo lejos. Es una cuestión de salud para nuestra mente, para nuestro cuerpo, que no es eterno.