
En los días como hoy, una marejada de recuerdos suele atraer hacia la orilla en que habito, recuerdos ingratos que hace ya mucho tiempo, lancé al acantilado. Eran tiempos en los que viví en los límites del precipicio, donde a diario me debatía en cruzar la fina y contradictoria línea que separa la vida de aquello que no lo es. Y es que resulta paradójica esa línea, invisible, insignificante, prácticamente imperceptible y a la vez, frontera infranqueable para los de a pie una vez cruzada.
Hay veces que la siento como una estación de término, de aquellas en que los trenes llegan para tras dejar el pasaje, someterse a una exhaustiva desinfección y revisión ante la previsión de un próximo viaje, una especie de purgatorio a la ferroviaria. Otras veces, la siento como el fin de un amargo viaje que para muchos, es la propia existencia, como esa belleza que te lleva la más dura infelicidad. Aunque lo cierto es que la mayoría de las veces la percibo como un agujero negro del cual es imposible salir, la perfecta omega del alfa
inicial.
Eran momentos donde los dones eran vistos como castigos y donde la vida misma era la peor de las condenas. Era… era la vida, esa misma que un día decide por ti y te lleva al otro lado, esa misma que en ocasiones, no sé si por pusilánimes o por osados, llevamos al limes de nosotros mismos y en última instancia nos lleva a decidir entre saltar o tirarlo todo y empezar de cero.
Cuando en un día como el de hoy, de cielo grisáceo y previsor de tormenta, la llama que refleja tu futuro vaticina de nuevo que la ruptura con la vida está rondando, aunque no sea en mi orilla inmunda y hedionda a causa del temporal que hoy devasta la costa y arruina mi domingo.