Llega un día en el que Frida se convierte en tu propio nombre, en tu estandarte, en tu patria, en tu bandera, en un momento que marca el omega de tu existencia, en que dejas de ser tu, o por lo menos, la mitad de ti deja de ser, y nadie no lo ve, no porque no te miren, sino porque intentas disimularlo, esconderlo, hacer ver que no pasa nada más que lo que debe estar sucediendo en esa normalidad de la que siempre ha huido, en esa cotidianidad en la que constante y contradictoriamente luchas para no pertenecer,
No deseas la solidaridad ni la empatía de nadie, pues al fin y al cabo eso no es más que compasión en el mejor de los casos y detergente para lavar las conciencias purulentas en la mayoría de las veces. Y no deseas la compasión de nadie, tan solo que no te pregunten, que no te hablen, que intenten interactuar contigo. Quieres llevar tu media soledad con dignidad, sin compartir tu pena ni tu dolor, ese que se empeña en salir a flote, que deja el rostro con el color de la muerte y tus gestos ralentizados hasta un punto cercano a la parálisis total.
No existe medicamento porque no es una enfermedad, no existe terapia alternativa porque tampoco es un reflejo de las invisibilidades existentes, esas que el ojo mundano es incapaz de vez. No existe nada sencillamente porque ya no sientes tu existencia, has perdido tu vida, estas muerta. No es gloria, es infierno, es dolor.

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