No sé en que momento se puede dar por terminado el momento de soñar. Puede ser que cada uno, dentro de sí, se haga esa pregunta, tenga esa duda. Pero no todos se dan el chance, o tienen el valor, seamos francos, de pasar la vida sin buscar emociones y que ésta, cada día, siga sorprendiendo nuestro ego. A lo mejor, un sueño no es más que un deseo que brota del interior, del subconsciente tendría que decir para que entenderlo mejor. Pero la vida cada día me muestra personas felices, llenas, que reciben porqué no esperan imposibles, por que su humildad no les hace pensar más allá de dar la bienvenida a todas esas pequeñas cosas que adhieren a nosotros en el encuentro. Malgastar la vida en deseos inalcanzables solo nos hace sentirnos cada día más infelices.
Apartarnos del desarrollo natural, querer ser lo que no somos, creernos más… sólo son motivos para sentirnos más desgraciados y ahogarnos en nuestro propio ser.
Cuando recibimos uno de esos correos que nos recuerdan que muchos no tienen nada, que tienen verdaderas razones para sufrir, por un instante nos sensibilizamos pero tras cerrarlo, seguimos nuestro camino.
Muchos de nosotros recurrimos a ayudas profesionales: gurús, libros de autoayuda, panaceas universales que se han convertido en el dios de los ateos. No es nada más que eso, una nueva forma de ver esa necesidad que tiene el ser humano para explicarse todo aquello que se escapa a su entendimiento, o lo llamaremos de otro modo, a todo lo que está extramuros de nuestro feudo.
Y uno se va cansando de ese no parar, se hace adicto a ese bateo sin retorno en que se ha convertido nuestro viaje. Y unos pocos, los valientes de verdad, dejan que todo siga su curso, sacándole gusto a la humilde yema saladita, mientras que los otros, pasan hambre mientras esperan el ágape de su vida mientras el hambre los seca por dentro.
Y los compulsivos que arrasan por todo acaban cansándose antes de todo, pierden los motivos, agotan los recursos, mientras se pudren en sus excesos.
Y mientras vivimos, existen los sueños.