Andrade caminaba entre la lluvia que mojaba las calles aquella tarde. Pese a la meteorología, la proximidad con las fechas navideñas tenía las calles abarrotadas de gente que ataviados con gabardinas, bufandas y paraguas hacían casi imposible transitar por las aceras. Los coches permanecían parados durante largos espacios de tiempo con los limpiaparabrisas oscilando sin parar en sus turbias lunas mientras algunos peatones cruzaban sorteándolos.
Aunque sus pulmones comenzaban a resentirse después de muchos años de idilio con el tabaco, y pese a la lluvia, decidió encender un pitillo. Buscaba su encendedor en el bolsillo de la gabardina con una mano, mientras que con la otra aguantaba el paraguas y el cigarrillo. Después de un rato de buscar en los bolsillos encontró el Dupont de oro, fiel compañero desde que con sus primeros sueldos como aprendiz de planchista hasta la actualidad, casi medio siglo después. Pese a su edad y su hábito a las juergas nocturnas, Andrade podía ser considerado un tipo atractivo, sin duda, era un privilegiado de la naturaleza. Justo en la mitad del encendido, entre llama y cigarrillo le pareció verla.
Era ella, estaba al otro lado de la calle. Había pasado mucho tiempo pero él no confundiría nunca a aquella mujer. Ella era LA MUJER. El resto del género femenino por el cual él tenía auténtica devoción, eran todas, ella era UNA.
Tiró el cigarrillo y empezó a llamarla. Su corazón latía con fuerza, las lágrimas de emoción contenida sobrepasaban sus párpados, su respiración comenzaba a entrecortarse y la voz le anegaba la garganta sin dar opción a la salida de un ínfimo hilo. El bullicio callejero hacía difícil hacerse percibir y decidió cruzar la calle como todos, sorteando los coches. No lo pensó. En su cabeza solamente existía espacio para ella, el hecho de tenerla próxima evitaba pensar en cualquier temeridad. Después de todo, lo más excitante y peligroso que había experimentado en su larga vida eran los momentos pasados a su lado, todos, sin excepción, el resto carecía de importancia, ni tan siquiera sus hijos, sangre de su sangre. Había vivido toda su vida como un auténtico depredador y eran aquellos momentos los únicos en los que un sentimiento humano había emergido de lo más hondo de su persona. Acostumbrado a vivir la vida al límite, aquella ausencia había marcado su existencia de tal forma que su carácter se había transformado tornándose apático, desidioso, despreocupado.
Este estado benefició la nefasta convivencia de su casa, en la que pasaron de las discusiones y los gritos al silencio, profanado en contadas ocasiones desde su abandono.
Allí nadie preguntaba, recibían un sueldo cada mes a cambio de un plato en la mesa y ropa limpia, no había nada más que hablar ni discutir. Por supuesto que de puertas para afuera, la pareja perfecta, la envidia de la vecindad, los padres del año, con aquellos cinco hijos, fruto en su mayoría de reconciliaciones esporádicas…
Continuó en su negocio hasta que un día decidió trabajar nuevamente asociado hasta la actualidad.
En el transcurso de esa nueva etapa laboral tuvo mucho tiempo libre, ya no hacía visitas de trabajo ni llevaba la cartera de clientes, ni tan siquiera presupuestaba o discutía con los peritos; todos esos trabajos eran realizados por su socio, él solamente se dedicaba a picar y a cantar… era el artista. Y es que bajo esa condición había entrado a formar parte de aquella nueva sociedad. Andrade ya había tenido una mala experiencia en un negocio asociado y recordando aquella mala etapa siempre solía decir: «las medias para las mujeres», pero aunque no lo reconociese, sabía perfectamente que aquel desastre había sido fruto de su mala cabeza, aquella que le hizo llevar aquella vida al límite hasta que un día apareció ella. El desastre económico en que se vio envuelto no tuvo más culpable que él: su afición a las barras americanas y a los bingos dieron a traste con un floreciente negocio y durante un tiempo también con su familia, a la que había dejado completamente desasistida y con la que el creía cumplir con un triste sueldo con el que prácticamente malvivían su esposa y sus entonces, tres hijas.
Todo un desecho este Andrade…
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