Había tirado mi vida por la borda y eso no era lo peor. Todavía más grave era haberme dado cuenta y no hacer nada para evitarlo. Me lo tomaba como algo irrevocable. Si, irrevocable, porque para más inri, era completamente consciente de que a pesar de la gravedad no podía hablar de algo irremediable.
Justo ahí, en esa irremediabilidad era donde se encontraba el verdadero problema, en esa absoluta pasividad que me acompañaba en mi caída libre, como si con ella cayera también toda mi voluntad.
¿Sería un problema de voluntad? ¿Cómo yo, alardeante mundial de la hiperactividad controlada, podía tener un problema con la voluntad? Eso si era un problema grave, muy grave.
La gravedad no debía ser tomada en ese momento como un epíteto sino, aunque parezca curioso, como una razón, una causa por la que yo me veía abocada a la búsqueda constante de equilibrio, ese sino que siempre, para bien o para mal, presidió mi vida.
Podríamos decir que, como en la canción, mi vida comenzó el día en que lo conocí. Hasta entonces, mi existencia había sido tan serena que era capaz de pasar desapercibida incluso por mí misma. Extraño, si, pero es que era así.
Mi adoración por él había empezado hacía tanto que no recuerdo si antes hubo más. Seguirlo con la vista por la calle se convirtió durante mucho tiempo en mi deporte preferido, pensar en él hasta quedar rendida había sustituido a mi libro de cabecera en mis desérticas noches desde no cuando…
Por alguna razón, por un capricho del destino, nuestros sinos comenzaron a interactuar en un punto de nuestras trayectorias. Fue entonces cuando comprendí que había sentido adoración –y de hecho la seguía sintiendo, por un ídolo de barro bañado de oro falso- Y era en mi sentimiento donde se asentaba mi desesperación, en esa incapacidad de desligarme de aquella relación que no me aportaba absolutamente nada. Obviamente fue a partir de nuestro trato habitual cuando me di cuenta de ello pero no había vuelta atrás, llevaba tanto tiempo prendada de él que incluso saber que era alguien completamente opaco, incapaz de moverse por nada que no fuese su propio interés, maestro de la hipocresía y de la traición, no fue razón suficiente para desengancharme de mi adicción hacia él y romper de cuajo esa caída en picado a ninguna parte.
He ahí mi doble contrariedad: colgarme de quien no toca, de quien nada me aporta ni aportará, no ser capaz de sobrevivir en la tierra a un leve roce accidental de sus manos y no tener interés en dejar de hacerlo, no querer bajar de esa nube quimérica en la que vida se subió para lanzarse a los pozos del averno…