El cuaderno empezaba a transpirar mientras su cuerpo, ajeno todavía a las abruptas temperaturas a las que ambos se exponían huyendo del frío reinante, dormido todavía tras la explosión enérgica que supuso la gesta de ver materializado un sueño, descansaba todavía en las mieles, regocijándose un poco ajeno a todo aquello, como si el todo que lo invadía, ocurriera solo en él mismo, emulando a un universo egocéntrico, como un niño que no es capaz de ver más allá del espejo, que no comprende más que aquello que sus ojos son capaces de ver en un instante, el del ahora, el del ya, y que su única conciencia más allá, es la del recuerdo de todo aquello que ellos quieren, y que más es no que todo aquello que lo hace feliz.
Y mientras todo esto ocurre tras su tierna piel, el día se presenta oscuro, con un símil de luz que apenas atraviesa lo más alto del cielo, que en su desconocimiento todavía no reconoce de donde exactamente proviene, ni tampoco conoce quien es el astro sol y su importancia como rey de un sistema donde está inmerso sin saberlo y de manera anónima e inapreciable por nadie más que por él mismo.
Y mientras contempla el espectáculo húmedo y frío quejándose del malestar que ocupa su pequeño cuerpo, escucha que no hay más días malos que aquellos que uno no puede llegar a ver.