De nuevo todo había terminado. Como otras tantas veces había dado por concluida esta actitud inerte que me maneja, esta pasividad que hace de mi existencia una muestra real de lo que es una muerte de vida, un suicidio a fuego lento en el que la toxicidad del humo es más letal que la propia llama.
Tras los fueros de mi cuerpo, ese que permanece intraspasable, ajeno a comunicación alguna, las posibilidades que componen eso tan bello que es la vida, se muestran ante mi, y aunque soy consciente de ello, no existe más interacción entre el exterior y yo.
Todo está aquí dentro. No hablo de mi cabeza. No hablo solo de mi cabeza. Hablo de todo mi ser.
Hace ya mucho que deduje que todo esto no era más que una vegetación parcial, y digo parcial porque pese a ese no sentir, continúo un tránsito social aparentemente normal que solamente se cierra en lo más próximo, en lo mío. ¡Qué digo en lo mío! ¿Es que acaso no voy a ser sincera ya ni conmigo misma? Conmigo misma.
Claro que en el fondo todo no es más que un amago cobardía tras un tupido velo de perversidad. Esa maldad que no atenta más que sobre mi propia persona, ahogando todo aquello que podría suponer un atisbo de satisfacción.
Debo aclarar que la mentada satisfacción, hace referencia al significado académico de la misma y nunca, a esa extraña interpretación que yo tengo de todo aquello relacionado con la vida – o con la muerte-.