Al día siguiente ocurrió algo localizado entre dos mundos. Al igual que el último día terminara, con uno de esos criticados refranes, la luz se dio paso al compás de un nuevo dicho: “Después de la tempestad siempre llega la calma”.
El último día había sido duro, una y mil veces aquel cuerpo maltrecho pidió una y mil veces a su desosegada alma que pusiera pies en polvorosa para así poner fin a su martirio. Entre el cúmulo de imágenes y sonidos que se presentaron sin aviso, vino también a la luz el recuerdo que afirmaba con rotundidad la rebeldía que el día de su nacimiento le aparejó el destino. En uno de los momentos en que todo aquel teatrillo onírico dejó una pausa a modo de reposo del guerrero, pensó raudo y actuó todavía más veloz lanzando una plegaria al de arriba, sin intermediarios que fueran menguando fuerza a su petición en el camino. Pedía la paz, mendigaba su muerte tal desahuciada, en ese momento no había más importante que esa paz, por encima del dolor de sus seres más próximos, no importando siquiera el dolor de su propia madre.
En el desgaste quedó sumida en un profundo sueño, fue tal su magnitud que al día siguiente todo había desaparecido.
Un sol brillante hacía juego con el espíritu relajado dentro de aquel cuerpo ausente de dolor fulminante, apenas una pequeña molestia. Decidió ir con su compañero a realizar unas compras, darle un gusto -ella siempre rehuye de tales tareas, hablamos de una mujer no del todo al uso, de las que es nombrar un centro comercial y ponérsele los vellos como escarpias-, decidió vivir ese día como si fuese el último día de su vida, compró y compró, se probó una prenda tras otra. Él la miraba feliz y a la vez extrañado, le parecía estar con una mujer diferente. Por un momento la vio a ella, leyó su pensamiento: “¿Para que estaré comprando tres pares de botas si a lo mejor no tengo tiempo de estrenarlas?”, ella a su vez, pudo leer la respuesta oculta tras el gorro de rey católico que él se probaba sonriente “Me estás haciendo feliz, aquí, ahora,y… ¿crees que no me doy cuenta?”
“¿Te hago una foto?”, le dijo ella. Él empezó a posar ante el manzanito con aires de gobernante, aunque más parecía un Boabdil que un Carlos I.
Las compras siguieron. Llegaron a casa tardísimo. El dolor de nuevo hacía gala en su rostro y mella en su cuerpo. Tras comer como hacía días que no lo hacía, tomó los medicamentos prescritos sin dejarse uno. Estaba cansada y así se lo hizo saber al compañero. Se acostó en el sofá, y ahí por fin se despidió de ese alma rebelde que no daba lugar a un remanso de paz en su camino.
Terminado el asedio, no hubo más dolor, ese día.