Sintió que su alma se rompía en mil pedazos al conocer aquella historia de labios de su propia madre. Era horrible lo que acababa de conocer.
Al principio, que su madre le dijese que la quería y que su existencia supuso una razón para seguir viviendo, la habían emocionado, la habían hecho sentirse bien.
Ese estado maravilloso empezó a decaer con el resto de la historia. Escuchaba el testimonio de una mujer que había intentado, de todas, todas, desterrar la maternidad de su vida.
Quizá podía haberlo entendido pero no era el caso. Pese a ello continuó escuchando el relato de aquella mujer que cada segundo que pasaba le resultaba más ajena, hasta casi llegar al desconocimiento total.
La mujer explicaba sin ningún pudor como había tomado anticonceptivos a espaldas de su pareja, como se autoconvencía de que llevaban poco tiempo juntos y que la llegada de una criatura sería algo precipitado, desacertado.
El relato se volvió más crudo cuando la mujer explicó que sus lunitas se habían hecho pequeñas, casi imperceptibles; como se vio acorralada cuando el hombre empezó a preocuparse por la falta de buenas nuevas. Quería ir al doctor, saber que ocurría, incluso hacía cábalas en ponerse en lo peor, pensaba en una posible adopción.
La mujer decía haberse sentido acorralada, con una vida recién estrenada que nada se parecía a la que ella pensaba haber comenzado: No había nada de lo hablado: La casa no era suya, no disponían de intimidad ni tan siquiera en la habitación conyugal, se la recriminaba cualquier movimiento alegando los usos y costumbres de la zona.
Ajena a la gravedad, la mujer continuaba explicando con naturalidad, como si la decisión en juego, fuera la de adquirir un vestido o algo fútil, sin importancia.
Contó, esta vez sí, con un alo de tristeza en su gesto, con la mirada lejana y cristalina, como una y otra vez pinchaba en su interior con una larga aguja de tejer, llamando a la gran luna que continuaba ausente. Contó también como al final, tras una serie de síntomas cada vez más certeros, descubrió que en cinco meses vería las mejores lunas de su vida: los ojos de Candela, redondos y grandes, inmensos, capaces de transformar en un instante imperceptible todo un hábito vital.
A partir de ahí, acabó toda la autoagresión y empezó el autocuidado, entendió que había entrado en otro estado, el de espera. En él, aprendió a tener paciencia, aunque reconoció también, que le costó, que como siempre, no fue una alumna aventajada, incluso algo indisciplinada.
Ilusionada y orgullosa llegó al final de su estremecedora historia: Cuando tuvo a su bebé entre sus brazos entendió que por fin tenía un amor incondicional que regalar, aunque fuese solo por un tiempo, prestado; también entonces entendió que no había vuelta atrás que aquella elección, fallida o no, que empezó a plantear reconstruir, una y otra vez, ahora ya existía un nexo de unión para siempre, aunque no le explicó más al respecto.
Solamente le dijo que desde aquel día, durmió agarrando su piececito hasta que pudo asir su mano, y así, hasta que un día se hizo mayor y voló.
Hecho el silencio, la hija calmó el dolor acumulado llorando en el regazo de su madre, destapando el amor escondido tras el dolor mostrado.
Wow!!!! Me llegó al alma!!! Yo soy madre y mi maternidad fue planeada y deseada desde años antes de un intento. El dolor de esas dos mujeres, ambas en sus situaciones individuales, me parece insufrible!!
Aún así la historia refleja el presente de Muchas otras personas que toman decisiones y otras que están indefensas ante ellas, y lo que el destino puede mover para llevar el camino de ambas a donde deben llegar.
Maravilloso relato!!!
Angelita,
Muchas gracias por tu comentario. La verdad es que justo todo eso que explicas es lo que yo deseaba que viese todo aquel que lo leyese.
Un abrazo
Lamari