Dicen que una vez, este mundo fue un paraíso. Dicen también que en ese paraíso había unas reglas que debían cumplirse. Y dicen que justo fue allí donde se gestó todo este mundo loco en el que nos toca vivir ahora. Fue justamente en aquel edén donde encontré el primer ejemplo práctico del dicho “Quien hizo la ley hizo la trampa”, y si no, que alguien me explique porque si aquella gente no debía comer manzanas, para qué se les puso un manzano al lado, como si no hubiese más árboles…
También fue allí donde por vez primera ocurrió que la mujer empezó a parir con dolor, dicen que en recompensa por la hazaña del árbol. Si sí, recompensa. ¿Qué porqué? Pues porque desde hace un tiempo, aquí, en lo que un día fue paraíso, decidimos que todo es perfecto y por lo tanto, la palabra castigo quedó hace años desterrada con lo que sustituimos por una recompensa negativa, pero de castigo, rien de rien.
No puedo dejar de decir que dentro de tanta perfección hay mucho fleco suelto que por supuesto, el organizador de turno se encarga de disfrazar con cortinas de humo al uso o lo que mejor convenga, aunque por una cosa o por otra, siempre hay un estrato dentro del cuadro general, que soporta al resto.
No estoy hablando de malos y buenos ni tampoco de ricos y pobres, ese tipo de diferencias yo las doy por asumidas dentro de la variación.
Hablo de las mujeres, de las mujeres y de las labores para algunos baladí que son las suyas. Hablo del hecho de ser un vehículo de vida, un nexo de unión entre el resto de su grupo, de su familia. Hablo de la falta de reconocimiento que quizá no se necesita porque ninguna es falta de conocimiento. Hablo del dolor que produce esa indiferencia ante todo esto por parte del resto. De ese resto que una tiene en casa, que es el que le importa, el que le duele.
Ese resto que parece olvidó que una es algo más que una doméstica pluriempleada fuera, que aunque se abastece de su sobrada autoestima de supervivencia, echa de menos esa tontura temporal, efímera, que radica en un leve detalle, en no hacerse el ciego y el sordo, amodorrándose en esa comodidad, esa indiferencia que nos hace tanto daño, y que acaba corrompiendo la mejor miel para convertirla en el peor de los venenos…