La verdad es que nadie escucha a nadie, no hay comunicación. Nadie escucha pero todos oyen, oyen aquello que quieren oír, nada más. Las orejas se han convertido en poco más que un abalorio, un accesorio de fábrica. Los oídos escondidos tras ellas cuentan con los dedos de una mano las veces que requieren de su servicio. Es que todos dicen escuchar solamente lo que quieren oír. Sus cerebros han reformado de tal forma los impulsos auditivos que han transformado en réplicas de sus deseos, lejos de la realidad.
Se ha perdido casi por completo la capacidad de escuchar a los demás, se está disipando la capacidad social del ser humano. Nos estamos convirtiendo en autistas virtuales, capaces de relacionarnos con cualquier artilugio electrónico con mucha más facilidad que con el semejante más cercano. Se nos puede caer la humanidad más próxima por el desagüe sin escuchar sus gritos pidiendo ayuda pero seguramente seremos capaces de escuchar con claridad, los supuestos tambores de guerra que alertan nuestra galaxia que algún labrador de insensateces, te cuelga en el canal, con el único propósito de tener unos minutos de gloria en el anonimato.
Y mientras todo esto ocurre, la minoría restante, esa que no entra en el juego y que sobrevive recuperando todo aquello inventado, haciendo de ello bandera, sintiéndose elegidos y en cierto modo encerrándose, para poder sobrevivir ante ese poder autómata, desarraigado, antinatural y cruel incluso consigo mismo, tal alterado que no es capaz de vivir por si solo, que se ha quedado exento de la excepcionalidad humana, la comunicación y su código, ese que te recuerda a cada paso, quien eres, a que viniste y que un día, más pronto que tarde, te tienes que ir.