La vida no siempre acostumbra a sonreír. Solamente unos pocos conocen la sensación que provoca esa sonrisa, ahí, en lo más profundo de uno. Un vuelco que nace en el vacío del estómago, como creado de la nada, a modo de suspiro ciego, que emerge a una superficie decorando de colores la existencia de quien lo encierra, convirtiendo un universo monocromo en un caleidoscopio atravesado por el mismísimo arco iris.
Y entonces uno siente la vida mejor, atiende el viaje con brío, mirando al frente, valiente.
Los muchos, aquellos a los que la vida les niega en redondo conocer color alguno, transitan al unísono, sin más explosión que el monótono latido del corazón impávido, que no esperan ni conocen más que aquello que anduvieron.
No puedo dejar de mencionar a esa pequeña fracción, minúscula, casi inapreciable, formada por aquellos a los que un día la vida les sonrió y que otro día su suerte cambió, convirtiendo su horizonte tornasolado en un túnel falto de luz, al que sin ni tan siquiera motivados por el instinto básico de la supervivencia, se aclimatan sin más razón que la de la fuerza externa que los dirige.
Y se acostumbran. Y llegan a sentirse felices en esa paz que los gobierna, incluso empiezan a valorar aquello en lo que nunca recabaron. Y actúan como si su vida fuera otra, y reparten a manos llenas sin tener nada, se dan a ellos mismos. Y pese a la dureza de la tiniebla eterna la felicidad se instaura en su corazón de manera inexplicable hasta que un día, algún demonio del pasado vuelve para turbar de nuevo su existencia.
Excelente post!. Muy profundas reflexiones. Un abrazo. Aquileana 😀