De entre las múltiples y a la vez absurdas agrupaciones que pueden hacerse de las personas es sin duda una de las más relevantes y también a la vez más desacertada, aquella que según se mire, agrupa o separa, a las personas comprometidas y las que son incapaces de serlo.
Aclaro que no hablo de compromisos amorosos, aunque supongo que como todo, se es no no se es una persona comprometida.
Cuando hablo de una persona comprometida me refiero a esas personas cuya palabra es pura ley, esas que cuando deciden participar en alguna de esa empresas de la vida, sea cual sea su índole -política, religión, trabajo, asociación…- son responsables hasta el último momento de la palabra dada y no aprovechan la primera de cambio para hacer el avestruz, creyendo quizá que su carne va a ser tan apreciada como la del pollo gigante.
Yo creo que una persona crece principalmente al hacer aportaciones para conseguir algo más grande en favor de una colectividad mayor. De ninguna forma me valen esas personas que se sienten en la cumbre -en su cumbre- y utilizan cualquier excusa para quitarse complicaciones si el protagonismo no es para ellos.
En la vida -por lo menos en la vida que yo conozco- hay ocasiones en las que la
buena intención no basta, hay que pasar directamente a la acción y además, uno no puede permitirse un oleaje volátil de su voluntad al ritmo de sus caprichos.
La vida es la que es y como si de un toro se tratase, hay que torearla como venga. Salirse del ruedo, en mi diccionario, no se contempla como una deserción sino como un suicidio, porque aunque no se muera, para mi está muerto.