Con sus ciento noventa y dos centímetros de altura vacila de su treinta y nueve de talla de zapato, según él porque calzar un treinta y nueve es tener un pié de señorito. Da igual que al gente le importe o no la talla, todo lo que no le gusta al respecto de su persona es para él, pura envidia o triste ignorancia.
Lo cierto es que no necesita a tener un pié poco corriente para su altura para lucir sus atributos, cualquiera que estos sean. El payo blanco, como se le conoce entre los calés de su familia, camina exultante por allá que vaya, sea por su Gótico natal o por Paseo de Gracia laboral.
Se contornea discreto, lánguido, con la mirada fija en el cielo que lo cubre, mientras observa todo aquello que le rodea y que él dice sentir como un ángel justiciero vestido en ocasiones de gris, en otras, de celeste, aveces deja ver sus alas blancas, que parecen ampararlo del armado, antes su huida era de la policía, ahora es difícil, de él mismo se esconde, el cielo, porque lo cierto es hace mucho que dejó de pisar con sus zapatos bicolor la tierra.
Salve madre , que aquí llega, ya no puedes lavar sus pies reventados de la faena, pero sigues viendo su sonrisa cada tarde, engañando al mundo y a su puta suerte, dando como anuncio de su final, una de cal y otra de arena.