Lo que en un principio parecía una cuestión de hormonas fue enrareciéndose poco a poco, casi de manera imperceptible hasta el punto de sentirse un adolescente en un cuerpo adulto, muy adulto, casi senil. Quedarse solo a esas alturas de la vida le había dado un espacio extra para entrar y salir cuando ya adulto, se dedicaba a seducir jovencitas hasta que un día paró de golpe. Hubo quien entendió aquella retirada como la llegada a la madurez de aquel pijoaparte al estilo del maestro Marsé, aquel que nos presentó como un borrón en la historia de una chica de alta sociedad, ejemplo de otros tantos que llegaban a las ciudades para tener cuanto menos la esperanza de un futuro mejor.
Nadie supo nunca que había ocurrido. Para la ciudadanía, sedienta de espectáculo en aquellos tiempos en que todavía uno necesitaba cruzar la frontera para ver carne, no había nada que explicar, había vuelto al redil; para una minoría, la llamada aristocracia del barrio, era claro que una fuerza mayor -el embarazo de una menor relacionada con él- le había hecho poner pies en polvorosa y adoptar el papel de hombre digno esposo y padre de familia que la sociedad le había conferido hacía algunos años.
Ni una cosa ni la otra, las hormonas le habían jugado una mala pasada, pero no fueron las suyas, sino las de su amante secreto, aquella cuyo nombre se llevó a la tumba.
¡Va por tí!