No sé como comenzar a explicar mi historia. Lo cierto es que pese al anonimato prometido por Lamari, me cuesta empezar. Supongo que a pesar de todo siento vergüenza, mucha vergüenza, aunque no sé, puede ser que yo no tenga la culpa pero me he hecho la reina y señora de toda ella y he convertido a todos aquellos que me rodean en culpables subsidiarios de toda mi frustración.
Jamás superé el escarnio público al que fui sometida cuando solamente era una niña. Vivir en una ciudad pequeña puede, tal como dice el refrán, convertirse en un infierno.
Yo tenía poco más de tres años cuando mi madre abandonó la casa y lo cierto es que no recuerdo aquel momento. Mi padre siempre había sido un poco madre y padre a la vez, quizá por ello no noté su ausencia. Era él quien me levantaba por las mañanas y me acostaba por las noches. Era él quien se preocupaba de que comiese cinco veces al día, de forma equilibrada y ordenada. Él me llevaba al parque a jugar con otras niñas y llamaba poderosamente mi atención, comprobar que era el único hombre que llevaba a su hija al parque aunque pese a todo, lo veía completamente normal, después de todo, en casa no había una mamá. Recuerdo que no íbamos al parque que estaba cerca de casa, me montaba en el sidecar y nos íbamos a la otra punta de la ciudad.
Cuando llegó la hora de ir a la escuela – que por cierto empecé a los seis años- fue cuando empecé a notar un rechazo de las otras niñas. La escuela era femenina y laica, mi padre quería que fuese a un colegio de monjas pero por alguna razón no pudo inscribirme allí. En ese momento yo era tan pequeña y estaba tan pendiente de todos los cambios que estaban ocurriendo a mi alrededor que no tenía tiempo para hacerme preguntas ni darme cuenta de lo que realmente ocurría a mi alrededor. A las once de la mañana, cuando íbamos al recreo, yo miraba embelesada a las compañeras de clase que jugaban a la comba mientras se comían un bocadillo. Yo no jugaba pero tampoco me preguntaba porqué. Yo las miraba y aprendía mientras me comía una pieza de fruta.
Papá me explicaba que si quería tener apetito a una no podía comer un bocadillo en la mañana y además, decía, que la fruta me ayudaría a ser la chica con la piel más bonita cuando fuera mayor.
El tiempo fue pasando y yo me hice mayor. Continué mirando a mis compañeras mientras me comía un par de piezas de fruta. Ya las miraba menos. Aprovechaba el recreo para leer mis tebeos. Las historias de Esther y su mundo, me hacían vivir en una especie de universo paralelo en el que me sentía mucho más cómoda que en el de la escuela. Leyendo aquellas viñetas me sentía feliz.
Un día escribí a una dirección de estas que venían en los tebeos para conocer amigos, empezaba a sentirme sola, no sabía como preguntarle a mi padre. La verdad es que en aquel momento -yo debía tener ya unos catorce años- empezaba a sentirme sola, necesitaba hablar con alguien de mi edad, tener amigas…-Fue entonces cuando me enteré de la razón de mi soledad.
A los pocos días, recibí una carta de una supuesta amiga en respuesta a la que yo había enviado a la revista. En ella me explicaba o bueno, más bien me reprochaba, mi actitud y mi desvergüenza.
Me puse a llorar y me sentí más sola que nunca. No sabía a quien acudir, no tenía más remedio que preguntar a mi padre porqué me ocurría todo esto. Por la expresión de su cara, interpreto ahora, al cabo de los años, que lo puse en un apuro, en aquel momento no.
Me dijo que que me llevaría a ver a mi madre, que quizá ella podría ayudarme. Yo no la recordaba, era tan pequeña cuando se fue… no entendía porqué tenía que llevarme a hablar con ella.
Mi madre vivía en la otra parte de la ciudad, curiosamente frente al parque donde mi padre me llevaba a jugar de pequeña. Durante todos estos años yo no había sabido nada de ella, creo que en mi interior pensaba que había muerto y que mi padre me lo había ocultado para evitar mi dolor, pero ¿qué dolor? Sí, era mi madre, y también una auténtica desconocida para mi. Ni tan siquiera conocía su aspecto, en casa no había ninguna fotografía aunque mi padre siempre afirmó quererla mucho y desear su vuelta.
Abrió la puerta una mujer de cabello rubio y rizado. Era muy alta, elegante, y con unos tremendos ojos azules. Me saludó y sin más preámbulo me invitó a entrar. Ni un abrazo, ni un beso, ni un «que tal hija ¿como estas?», así era mi madre.
Ufff tremendo relato y muy intenso 👍