Como siempre esperando un regalo que nunca llegó, aunque esta vez no fue del todo cierto, porque si bien no recibí un presente material, sí que tuve un regalo de esos que te da la vida, en un hecho que pude presenciar en primera persona. Me encontraba en la sala de espera del traumatólogo del hospital Central. Miraba mi correo para aprovechar el tiempo cuando vi entrar a una pareja de mujeres con aspecto masculino, de esas que no me gustan y no es por nada personal ni por falta de tolerancia, justo ese día, en ese momento, me di cuenta del porqué de mi desagrado. Se me vino a la cabeza, esa anécdota que bien podría formar parte de mis relatos sobre el Alzheimer. Esos que voy escribiendo cuando algún salpiconazo de la vida pone en primera fila algo que pasó y que permanecía en un plano escondido. Me gusta sobretodo, reescribir -y digo re-escribir, porque la vida ya los escribió en su momento, porque podría ser que algún día, me convierta en alguien sin recuerdos, y si esto llega, seguramente tendré una persona cerca a lo mejor le interesan, lo quizá me los lea para que me entretenga. No me importa si los recuerdo son buenos o malos, seguramente, por aquello de la supervivencia, esa misma que vengo practicando desde hace tanto, serán pocos los malos que emerjan a la superficie, pero aquellas mujeres, sin saberlo, detonaron uno de los más feos de mi vida, y a pesar de todo, no tuve más que agradecer a la propia vida que en ese momento sacase a flote aquel mal rato enterrado dentro de mí, ya que me dio respuesta a mi molestia ante esa estética.
Las dos mujeres se sentaron frente a mi y dijeron “Buenos días”. Ambas lucían un cabello con corte de máquina impoluto y trabajado, vestían pantalones y cazadora vaquera y andaban sobre unas deportivas de horma ancha, una de ellas cojeaba un poco.
La más fuertota de las dos empezó a hablar -no sé si con el mundo en general o con mi humilde persona en particular- sin dar tregua de respuesta a cualquier pregunta que lanzara sobre la sala. Me pareció que me guiñaba un ojo, la primera vez pensé que era un cierre ocasional; volvió a guiñar de nuevo y entonces decidí que aquello debía ser un tic; pues no, no era un tic porque no volvió a repetirlo. Me puse un poquito violenta -ahí fue donde detonó aquel episodio del pasado que en ese momento me regalaba una respuesta a una animadversión que yo no acababa de comprender. Volví a el móvil y a leerme noticias pero ella siguió hablando con naturalidad.
Yo recordaba a Lujan en la cantina del instituto, alardeando de los beneficios del sexo lésbico respecto al hetero, alardeando de su magnifica vida sexual, de como me miraba mientras yo miraba hacia el suelo roja de vergüenza y violentada ante la proximidad de su boca a mi cuello, recordaba mi pasividad, una especie de pavor me mantenía inmobil y en silencio, no era capaz de articular palabra. Su corpulencia me tenía intimidada. En ese recuerdo encontré la respuesta. Sonreí ante el hallazgo y volví al presente.
Le hablaba a su compañera, curiosamente se llamaba igual que yo. Poco después me di cuenta que las tres compartíamos nombre, una anticasualidad, estoy segura.
Después de darme cuenta de la razón de mis prejuicios ya no me importó asentir a sus palabras. Ella no era Lujan y no se me iba a tirar encima.
No me importó escucharla, mirándola de vez en cuando a los ojos, no vi nada malo en ella, y de repente dejó de ser una cuestión de educación y bueno, tampoco no hacía nada la mujer más que hablar, pues no me importó, la escuché y de vez en cuando le di la razón. En un momento vi su dolor, su necesidad de compartirlo. Hacía 15 días que había perdido a su abuela con 90 años a causa de la gripe en un box de un hospital de la capital. Sentía especialmente que su abuela hubiera muerto un poco desatendida y sentía dolor porque no solo porque era su abuela y porque había sentido esa sensación, sino porque era la persona que había cuidado de ella durante su niñez y su juventud, era la mujer que había estado prácticamente los 40 años de su existencia a su lado, hablaba con un amor de ella, con una admiración se le saltaban las lágrimas y su tono de voz se quebraba mientras secaba sus lágrimas tímidas que rebosaban sus ojos, pequeños y desmaquillados, hacia sus rojas mejillas. Consiguió que a alguno de la sala se le vidriaran los ojos también.
Su compañera se levantaba a menudo, una dolencia de rodilla y cadera le impedía estar sentada largo rato y cada poquito se levantaba y daba unos pasos antes de enfriarse del todo y ella la miraba y le decía “Venga va, camino a un poquito, si no pasa nada que aquí tenemos que esperar”.
Explicaba, como si su compañera estuviese ausente -bueno, quizá un poco sí- de los años que llevaban juntas, de como había llegado desde el pueblo con un hijo pequeño, casi recién nacido, huyendo de las miserias de la vida, de como lo habían hecho un hombre de provecho, orgullosa.
Era una mujer también más o menos de su edad y la trataba con un mimo, con un cariño, mientras me hacía ella una reflexión allí, sin conocerla de nada, sobre su vida, sobre su trabajo, una experiencia que tuvo trabajando en el Forum, dónde veía el despilfarro de comida cada día y dónde muchas veces engañaba al cocinero para poderse llevar lo que se tiraba, para repartir entre las personas que no tenían para comer. Aquel hombre tiraba a la basura , muchas veces caliente, y me explicó que ella tal como él lo tiraba, iba con una bolsa de basura y lo recogía todo antes que se juntara con otros desperdicios y un día la pilló y le plantó cara ella al cocinero y le hizo la reflexión “¿cómo lo vas a tirar con la gente que hay que pasa gana, que no tiene que llevarse nada al estómago?”
El día terminó regalándome toda una historia llena de humanidad y una respuesta que se encontraba muy dentro de mi.