Tras la muerte de mi madre ya nada me unía a la capital hispalense. Mi hermana vivía en Hospitalet, en la antigua casa de mis padres, que había permanecido alquilada durante más de veinte años a una pareja que tras el boom del ladrillo decidió comprar cerca de sus hijos. Mi hermana quiso comprar el piso a mi madre, pero ella lo que hizo fue ponerlo a nombre de ella y la casa de Triana a mi nombre.
Yo tenía un apartamento en la zona de Santa Justa ya que trabajaba mucho en el Meliá. Decidí pedir traslado a Barcelona, y una vez concedido, puse a la venta mi piso aunque no la casa de Triana. Lo vendí rápido a través de una de esas agencias de internet que me lo pusieron bastante facilito -eso sí, pagando unos honorarios de 6000€ más una comisión del 5% del valor de venta. No tuve que volver a Sevilla aunque la idea de la Torre de la Serpiente seguía dando vueltas en mi cabeza. Vueltas, por supuesto, llenas de curiosidad, pero también de miedo.
Una vez ubicado de nuevo en Cataluña decidí ponerme en contacto con el sobrino del marido de Dolores, con el que de chico, había compartido juegos y de adolescente la adoración por la chica de la terraza de enfrente. El cambio de domicilio nos había tenido distanciados e irrecuperables durante años, en aquellos tiempos no había móviles ni internet, las redes sociales no llegaban más allá de una sección de contacto en alguna revista juvenil, donde uno podía encontrar anuncios del tipo. «Hola, me llamo Javier y me gustan las películas del oeste, soy nuevo en tal sitio y mi teléfono es tal (un fijo, claro está, y sin protección al menor ni ley de datos, ni todas esas cosas que hay ahora). Seguro que alguno había pensado en esas páginas donde algunos profesionales ofrecen sus servicios previo pago… pues no.
Fué a través de una red social donde volví a contactar con él. Ahora vivía en Molins de Rei , una población cercana, aunque trabajaba en Barcelona. Quedamos un viernes al salir del trabajo en un centro comercial cerca de la plaza de España, junto donde antiguamente se encontraba la plaza de toros. Curioso, pero nos reconocimos al momento. Y de curioso se extendía y profundizaba en la máxima expresión del significado de la palabra, entre nosotros existía un parecido increíble. Yo lo miraba raro y él hacía lo mismo conmigo. Yo no me sentí por ello incómodo, más bien muy, pero que muy sorprendido. Se me pasó la cabeza la idea de que si yo me hubiese hecho algún retoque facial, seguro que ambos acudíamos al mismo cirujano. Sonreí, pero la cosa no era de risa.
Nos sentamos en una terraza cubierta en la parte alta del centro, en un tal «La Lola«, pedimos cerveza y la carta y nos pusimos al día mientras dábamos buena cuenta de una retaila de platillos. Fue a la hora del postre y el chupito cuando pedimos a la vez, una botella de Gusano Rojo. Ahí si que el corazón me dió un vuelco. A él no. Manuel me llevaba delantera.
A pesar de terminar la botella de mezcal ese día no hablamos de nada que pudiera descubrir nada que yo no supiese, a parte de lo que había sido de nuestras vidas en esos años. Los dos habíamos estudiado TIC pero nuestro ámbito de trabajo era muy diferente, Manuel era funcionario, yo ejercía en la empresa privada.
Se hacía tarde y decidimos quedar en vernos a la semana siguiente, ese día lo hicimos en la calle Rocafort, a la altura de Muebles La Fábrica. El lugar me sorprendió, pero eso… os lo cuento otro día.
