Tal día como hoy, hace algo más de cincuenta años, llegué a este mundo en una pequeña clínica de Barcelona, no recuerdo si se llamaba la Constanza o la Esperanza, ¿qué se yo? Nunca más me llevaron por allí. Lo primero de mi vida que me viene a la cabeza es la misma sensación que durante todos los años que tengo, que son muchos, he sentido día tras día hasta un día como hoy, hace ya dos años.
Yo viví siempre, hasta que hace diez años me trasladaron de ciudad por cosas de trabajo, en Hospitalet de Llobregat, en la calle Alpes, donde estaba la mítica sala Vaya Vaya, la primera macrodiscoteca que yo conocí. Ahora de mis recuerdos urbanísticos ya no queda absolutamente nada, la calle cambió de nombre y la discoteca también.
Como digo, siempre me acompañó una sensación extraña. Yo vivía en un edificio de siete plantas, en la planta baja, y en el tercero vivía Dolores, una vecina que al poco de vivir allí se hizo muy amiga de mamá. Ambas compartían muchas horas de soledad. Sus maridos se dedicaban tras el trabajo a hacer horas extras en el gremio los alzadores de copas de Moriles, nunca estaban en casa. Dolores no tenía hijos, siempre me decía que como vivía en el tercero y el poste de la luz se encontraba frente a su ventana, la cigüeña chocaba y se mataba y nunca conseguía entrar. Yo en mi mente de niño sentía pena porque creía que todas la mujeres eran mamás y Dolores no lo conseguía. Mi madre tardó poco en llamar a la cigüeña de nuevo y una niña me desalojó del trono de mi casa. Si yo hasta entonces había ido mucho por el tercero, con la llegada de mi hermana, casi me trasladé allí. Llegó un momento en mi infancia que no distinguía madre, que casi quería más -aunque suene feo decirlo- a Dolores que a mi madre. Dolores me llevaba los sábados y los domingos a su trabajo en el cine Alhambra, y yo desde la azotea del edificio miraba los edificios de enfrente. En uno de ellos, había una niña más o menos de mi edad, que tocaba el piano en el salón de su casa. Para mi, aquella escena era como ver una película, la niña tan guapa, el piano…
Seguí acompañando a Dolores al cine hasta bien mayor, ella se hacía grande y yo la ayudaba con las cosas de peso, pero no era solo mi amor por Dolores lo que cada fin de semana me llevaba hasta allí. Durante toda la semana esperaba que llegase el sábado para volver al cine y ver a la chica del edificio de enfrente. Ya no tocaba el piano, había crecido, mucho más que yo, y se apoyaba en la barandilla del balcón mientras se tomaba un café y se fumaba un cigarro. Luego la veía salir en una moto del garaje del edificio.
Llegó la crisis de los ochenta y muchos de los que hacía veinte o treinta años habían llegado a la ciudad, volvieron de nuevo a sus pueblos de origen, o por lo menos eso es lo que hizo Dolores y su marido y mis padres también. Recordé mi antigua mente de niño y pensé que en los pueblos las cigüeñas lo tenían más fácil para llegar a las casas y que a lo mejor Dolores recibiría el niño que siempre había querido.
De repente mi vida se rompió, no volví a ver a Dolores, aunque a menudo la escuchaba por teléfono, porque no sabía escribir bien y mi madre tampoco; no volví a ver a la chica del piano, no volví a ver a nadie de la familia de Dolores, a sus sobrinos con los que jugaba durante las visitas…
El día que Dolores murió yo me encontraba en Sevilla, en un congreso de editores. Tuve que dejar el escenario de la sala donde me encontraba en el Meliá, me sentí morir. Algo muy malo se me pasó por la cabeza, llamé a mi madre. Sentí un poquito, solo un poquito de alivio, al escuchar la voz de mi madre al otro lado de la línea, aunque al igual que yo, mi madre se notaba alterada. Me dijo que Dolores había fallecido.
Al terminar mi trabajo -como pude- volví a casa y me encontré a mi madre muerta. Se había ahorcado colgándose en la lámpara del salón. La descolgué y la abracé , intenté sin éxito reanimarla, no había nada que hacer, estaba fría, debió hacerlo tras nuestra conversación, me sentí culpable por no haber vuelto a casa en el mismo instante que colgué el teléfono, nunca me lo perdoné.
Pasados unos días vino a verme alguien que me resultaba familiar pero que no alcanzaba a reconocer. Parecía como una aparición pero era real para mi. La invité a pasar y le hice un café, parecía fatigada. Con una sonrisa en los labios me dijo «Tu madre era Dolores, llora por las dos pero no vayas a la Torre de la Serpiente, a no ser que quieras precipitar el reencuentro», y tras eso, en un parpadeo entre lágrimas, desapareció…