Hay muchas formas de hacer frente a cualquier situación adversa, como la tristeza, al dolor, a una pérdida… casi tantas como personas.
Hay quien llora, grita, quien de alguna manera es capaz de desbordar físicamente esa emoción que lo invade, que lo ahoga, que lo sofoca en un acto casi criminal, tanto como pudiera ser la misma muerte, cuando se mira como el peor desenlace de la propia la vida.
Hay quien queda inerte, recluido dentro de un cuerpo que continúa al aire porque su corazón todavía palpita, solo por eso. Se adentra en sus propios entresijos, se evade de una realidad que le es adversa, que lo compromete sin éxito a huir de ese letargo doloroso en el que lejos de sentirse cómodo, consolándose a través de su propio martirio, que permanece porque es de justicia, como condena por el delito de seguir vivo en el aquí y el ahora, la cruz que le ha tocado llevar en el trágico viacrucis en el que se ha convertido su existencia.
Hay quien sencillamente huye. Unos huyen hacia el acantilado corriendo, sin sopesar cuestiones de fe que podrían acabar alejándolos aún más que aquel con el que busca el rencuentro. Otros, más lentamente, se decantan por el peligroso coqueteo que ofrece el amplio mundo de los narcóticos, permaneciendo temporalmente en un mundo exento de tristeza, aunque no siempre el efecto es el pretendido, pues ocurre que en ocasiones la pena se agranda tanto que le lleva al peligroso precipicio donde se acaba todo.
No falta quien quiere escapar, romper sus cadenas con el que hasta hora fue su entorno, cambiar de ciudad, y si se puede, hasta un trabajo nuevo, sentirse anónimo, uno más sin pasado dentro de una comunidad sin recuerdos. Quizá huir en un viaje, poner tierra de por medio, y que, tras el fin de éste, descubre que todo sigue en el mismo punto, que nada ha cambiado, solo la fecha del calendario y alguna foto, testigo de cargo de un momento de debilidad, en el que una sonrisa captada por el objetivo indiscreto, castiga hasta el infinito de lo incierto.
También hay quienes deciden correr un tupido velo, que se adhiere como una pesada losa a la espalda y los acompaña para siempre, apesadumbrando su tristeza, se culpa por su propia reacción, por sobrevivir y no vivir con más que con el recuerdo.
Todo es mentira, hasta el tiempo que transcurre intentando borrar las huellas de su paso, hasta los anodinos remedios, hasta ese abrazo extraño que te llega en un momento, hasta el sol de la mañana, ese que en realidad no nace, sino que no es más que una sesión continua e interminable proyectada en un cielo que no es más que lo invisible, una incerteza más para añadir al glosario de preguntas que nos hacemos durante toda nuestra vida.
Saludos
