
Estas flores me recuerdan a las que había sembradas en los arriates del segundo patio de mi casa, bueno, de la casa de mis padres que antes había sido de mis abuelos, donde yo crecí. La casa estaba -todavía está, porque no se ha caído- en una de las últimas calles de mi pueblo y por ello tenía entrada principal por la calle empedrada y puerta trasera por la redonda -lo que ahora se llama carretera de circunvalación- por donde salíamos para ir al campo, primero con las bestias, más adelante con los tractores.
La casa era grandísima, tanto que, cuando la he vuelto a ver pasados muchos años, sigue pareciéndomelo.
Al tratarse de una casa tan grande, tenía varias zonas bien definidas. Como toda buena casa de pueblo de la campiña, tenía varios portales y soportales que, iban dando paso a las diferentes estancias de la casa. Al final de los portales se encontraba el patio con su pozo y su pilón grande donde lavar la ropa con el agua salobre recién sacada del pozo.
Tras ese primer patio y en dirección a las cuadras, se encontraba el segundo patio donde teníamos unos cordeles para tender la ropa, una parte de ellos bajo un techadillo de uralita, para cuando llovía -que eran pocas las veces- o no queríamos que la ropa se tostase con el fuerte sol del verano.
Era en ese patio donde había sembradas unas rosas como éstas. No sé como se llama esta variedad y creo que tampoco es importante. Lo mejor de ellas no era su belleza, pues eran más bien faltas de hojas; lo mejor de ellas era su perfume, desprendían un olor tan penetrante que podía olerse de puerta a puerta de la casa.
Mi abuelo las cavaba y las regaba con cariño, aunque no era amante de las flores en general, pero éstas eran un elemento importante para él.
estas rosas han hecho que vuelvan a la superficie recuerdos lejanos en el tiempo, me han recordado a mi abuelo, me han llevado a mi niñez por un momento, aunque ahora, la abuela, y bien vieja, soy yo.