La vida pasa sin darme oportunidad ni tiempo de disfrutar de mí misma un solo instante. No me da un respiro, adelanto sin acierto la nada inexistente que se empeña en tomar forma de mil dificultades desafiando su propia inexistencia, distrayendo mi camino, obligándome a regalar el apreciado y caro poco tiempo que poseo. Posiblemente no soy del todo sincera, pero creo que ni yo misma soy consciente. Existe un momento del día, que a diferencia del bolero, me abandono en los brazos de Hipnos, en perfecta comunión con la visco elástica bendita que en mi casa se instaló hace ya algún tiempo, proveniente de un almacén con nombre nórdico y productos originarios de las actuales tierras de la antigua Catay.
Siento rabia con solo pensar en ese momento maravilloso que es el sueño -ese que mi pulsera no cesa de recordarme que en estas cuestiones, estoy muy por encima de los mortales de similares características a las mías, comparada con el resto de poseedores de tan codiciada joya- no es un tiempo en el que uno gana la batalla a la independencia personal, sino que se deja seducir por la pereza, pecando de manera capital e involuntaria, abocándome al escarnio propio de mi falta y purgando una pesada carga con la peor de las condenas. Y no es la peor de éstas, las que atacan la libertad, sino la que me hace cargar con la pesada losa del remordimiento.
Siento aflicción cuando me sumerjo en el lago azul transparente como en mis propios sueños, aquellos en los que reina Morfeo, haciéndose de nuevo, el único dueño. Me deleito al poco de sumergirme en tan húmedo y delicado recreo. A la salida del baño, todo es diferente, brilla más, como si fuese nuevo. Me siento bien.
