Hubo una vez, en un colegio de aspecto soviético, una monja maña de nombre, María del Pilar, no podía ser de otra.
No hubo nadie como ella, a la que me gustaría olvidar, lo mejor hubiera sido, y lo digo con seguridad, que la hermana en cuestión, no hubiese pisado aquella entidad.  Han pasado más de cincuenta años y su huella, sigue marcando en mi antigua ciudad por todo lo ocasionado por su obrar.
Debo decir que un curso, fue lo que llegó a parar, no sé si por piernas, pero de allí se tubo que ahuyentar.
Entre sus ideas se encuentra, la de llevarme a resolver, unos problemas de aritmética a una clase de primero de bachiller.  Me ven ustedes a mí, con siete añitos recién cumplidos aunque diestra en la materia, como punto de fijación de las más grandes, de doce años de edad.  No se pueden imaginar la manía que me llegaron a agarrar. 
En el patio se fingían mis amigas, me hacían cantar, me quitaban el reloj, me hacían correr tras ellas, me hacían caer, y se reían, se reían mucho de mi.
Todo, porque la hermana Pilar, se le ocurrió humillar a unas chiquillas de 12 años utilizando a una de siete. Ella no lo sabe, nosotras en ese momento tampoco.  Pero en ese tipo de malas praxis, se gestó el germen del odio desmedido y enfermizo hacia mi persona por algunas de ellas, que ha durado hasta el día de hoy y por su parte lo ha transmitido a sus allegados y generaciones posteriores.
Por mi parte, ha tenido que pasar casi todo este tiempo para enlazar muchos peros y porqués y después de todo siento mucha pena, y no por mi, porque bueno, ya lo dice el refrán:“Arrieros somos, y en el camino nos encontraremos”


Qué mala!