Ya en el camino de regreso, aprovechando ese nuevo y sofisticado gepeese que me han instalado, pongo el pié en el acelerador hondo y firme hasta que me avise de nuevo de algún espía tributario. Estoy llegando a casa una hora por delante del horario previsto al salir de allí.
Decido aprovechar esa hora ganada al tiempo para pasar de largo y continuar viaje hasta su casa. El visor de seguridad detecta mi auto y entro sin problemas en el chalet.
Como siempre, como es costumbre entre nosotras, me espera preparando un té.
Las galletas aún están calientes, acaban de salir del horno. “Por si venías”, me comenta.
Hace frío, pese a estar cerca de la costa, el termómetro no alcanza una temperatura positiva. Pero nosotras estamos en el jardín. Con unas mantas que ha preparado, a juego con el estampado del columpio. Yo todavía destilo adrenalina, pero no importa. Me siento bien, puedo respirar hondo y a pesar de eso, mi corazón va ralentizando sus latidos.
Hablamos, le explico como ha ido. Todavía tiene miedo. Y yo no sé que decirle.
Y no sé si le miento cuando le digo que está a salvo, que su vida, aunque su vida, es otra.
Y ella me mira y sonríe. Y recuerda mi huida. Y no me lo dice. Pero yo sé que lo está pensando. Y yo también guardo silencio. Y acabamos el té. Y de nuevo tomo camino. Esta vez lo hago sin gepeese, conozco la vuelta.