Una vez, hace ya mucho tiempo, alguien muy unido a mi, me dijo que nosotros éramos de ese tipo de personas que buscábamos a los hijos de puta en los montones.
Yo, que en esos tiempos despechada, desperdiciada, corneada y muy enamorada, le dí la razón sin pensarlo, era obvio. Mi amigo y compañero de farra, que también se encontraba en una situación semejante, quizá envalentonado por la carga de whisky que a aquellas tempranas horas de la tarde ambos llevábamos en nuestras venas, continuamos hablando de nuestros dramas amorosos.
Él continuaba hablando de nuestra desdichada forma de pasar por la vida, y yo lo escuchaba mediotendida el el sofá de un pub de moda en el que a aquellas horas de la tarde no había más clientes que nosotros y un amigo de él..
Su amigo aleteaba coronado con una resta roja sobre su cabeza, una capa y unas supermallas de raso negro. Su amigo era toda una reina de la noche barcelonesa de la época.
Mi amigo continuaba haciendo cábalas sobre nuestra situación, en su discurso llegó a afirmar que no teníamos corazón, que en su lugar, teníamos una pizarra.
Yo reía. Reía y lo abrazaba con fuerza. Él hacía lo mismo conomigo. Nos queríamos mucho. De hecho, todo el mundo conocido pensábamos que éramos pareja. Nada más lejos. Tampoco más cerca. Esa tarde, tendidos en el sofá de aquel pub mientras ahogábamos nuestras penas en alcohol, empezamos a besarnos. Y no precisamente como amigos, o bueno, como amigos con derecho a roce, o algo así. Yo, que siempre acostumbraba a terminar lo comenzado, intenté poner broche de oro a la situación. Él, supergay donde los haya, respondía bastante bien, que digo, muy bien a los estímulos. Su amigo se tiraba de los pelos. Bueno, en realidad de su magnífica cresta roja. Mi amigo hacía caso omiso al espectáculo de color y gritos que su amigo protagonizaba.
De repente, mi amigo, conociéndome bien, me preguntó si mañana seguiríamos igual. Yo le dije que si. Entonces me preguntó que sí a qué. Yo le dije que sí, al hecho de seguir como siempre. Él no aceptó, me dijo que continuar cambiaría nuestra situación, y yo, puse el freno al escucharlo. Y hoy, después de más de … un montón de años, continuamos siendo aquellos amigos que fuimos. Ambos hemos coleccionado novios, amantes y maridos, pero amigos como lo somos nosotros, en la verdadera pizarra que escribe nuestro corazón, aquella en la que uno sería capaz de darlo todo por alguien, solo se encuentran nuestros nombres.