La mañana del domingo suele condensarse algo más de lo normal para mi siempre que uno empieza el día haciendo ejercicios de vidrio en algún lugar de ocio nocturno. Y es que cuando uno se encuentra con buena compañía se olvida de los límites y sobretodo de los efectos del exceso, pasadas unas horas… Menos mal que la cocacola lo arregla todo… o, casi todo… Porque pasado el trámite del ascenso y del descenso, uno descubre que la vida sigue en el mismo punto donde la había dejado ayer, justo antes de salir de casa. No sabría decir si es más duro el hecho de sufrir durante unas horas una encefalopatía galopante acompañada de un dolor localizado en el límite de la caja torácica, o descubrir que, uno es el mismo de ayer y el mismo que mañana si es que de aquí al próximo amanecer no se cruza con algún ángel y entonces si, comenzamos el idilio más duradero de nuestra existencia.
Y es que aveces uno desea morir, no encuentra sentido a vivir. ¿Qué porqué? ¿Que eso es depresión? No hombre no, que hoy en día todo lo arreglamos con eso, ¿qué pasa? ¿qué uno no puede sentirse mal? Y tanto que sí, y no por ello ser un depresivo, lo más seguro es que otro día se sienta mejor, y que si el asunto negativo perdura, pues uno se acostumbra a vivir al ritmo de los latidos de un corazón herido, o bueno, volvemos a lo de siempre, a esas maravillosas pizarras que llegado el momento, nos acompañan…
Como una cruz para el resto de nuestra vida, ausente de sentimientos para esconder la herida, que un día sufrió y que perdura a falta de cura, casi gangrenada, falta de oxígeno, inerte, sin vida.
Y mientras todo esto ocurre, de cara a la galería uno es el rey de la fiesta, el ganador de la partida, y solo él sabe, que hace casi una vida que no vive, y así seguirá hasta que el ángel que antes hablábamos, consiga por fin, enamorarlo.
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