Era nochebuena en casa había poco más que alguna hortaliza y algún saco de legumbres. Los tocinos de orza hacía más de una semana que se habían terminado y mientras no terminase el esquilmo no tendríamos dinero con el que poder comprar víveres para nuestra triste alacena.
En la casa éramos tres familias, dos de ellas bien numerosas, y solamente mi tío Bartolo se quedaba esos días en el pueblo pues ayudaba al administrador del señorito en algunas de las tareas, además de ocuparse de las cuadras y corrales.
Mi tío Bartolo siempre rezaba. Rezaba mucho: Para que no nos faltara el pan, para que la salud nos acompañara, para que el trabajo no se acabara… A todas horas conversaba con Dios, si no era en oración, era con el cura del pueblo, con el que tenía largas conversaciones mientras le ayudaba con las naranjas del patio trasero de la iglesia, así siempre traía algunas para la casa.
Las naranjas, que siempre venían algo tiesecillas, nos servían para jugar a la pelota el primer día, al día siguiente, ya más tiernas, pasaban a formar parte de un picadillo con una patata y poco de bacalao crudo, bautizado con aceite de oliva, que de ese, pese a las estrecheces, nunca faltaba en la casa.
Pues bien, mi tío llevaba un par de meses engordado un pavo para la nochebuena en el corral del señorito. Lo trataba con tanto mimo que hasta nombre le había puesto: Paquito. Y Paquito respondía a la llamada de mi tío, que lo alimentaba con buenos granos, para que llegado el día, tuviese un gusto estupendo.
Pese a ser muy beato y muy lameculos del señorito, se le encendía la sangre cuando veía los preparativos en la casa. En la nuestra habría que comer como todos los días, la única diferencia consistía en que esa noche, todos volvían de las cacerías para reunirse con la familia.
Mi tío se me miraba a Paquito y la sangre se le encendía: tanta opulencia, tanto pavo, para el señorito y su hijo, mientras que en la casa, más de quince bocas, no íbamos a pillar ni los huesos del pescuezo, que una vez deglutido el bicho, le darían al perro.
Se encontraba mi tío Bartolo hinchando la bicicleta del niño del señorito, cuando llegó éste, con prisas y de malas maneras, que tenía que salir con sus amigos a hacer una carrera.
De repente, una lucecilla de maldad se encendió azuzada por los malos modos en su necesitada cabeza. Tal como lo visualizó, así lo hizo. Una vez marchó el jovenzuelo con la bicicleta, mancha en mano, hacia el corral se encaminó raudo y silencioso. Paquito acudió a su búsqueda, era la hora del grano, el pavo no era tan listo como para no darse cuenta que no lo había llamado. Lo cogió con suavidad por el pescuezo, y envolviéndolo en un trapo el pisó el pescuezo mientras aguantaba en cuerpo del bicho entre las piernas. Cogió la mancha y con cuidado, la introdujo por la cloaca. Empezó a manchar con fuerza y en nada, el pavo se hinchó como un globo de la feria, de esos que venden con forma de animalito animado. Este estaba muerto, hinchado como una bota y muerto.
Rápida y silenciosamente abandonó mi tío el corral y guardó en su sitio la mancha de la bicicleta.
Acto seguido, pasó por el granero y llenó la espuerta de grano para darle de comer al pavo.
Cuando llegó al corral y se encontró al pavo muerto, tiró la espuerta y empezó a gritar: “Señorito, señorito, que el pavo se ha muerto”. A los gritos de mi tío, todos los que estaban en la casa, señorito incluido, acudieron prestos a ver a Paquito. Don Pedro -el señorito- dijo a mi tío que fuese rápido a buscar a Don Cosme, el veterinario, para ver que le pasaba al pavo.
Si Don Cosme hubiera sido cura, seguramente hubiese dado la extremaunción al pavo, pero como era veterinario y de los bastos, ante tal hinchazón, decidió que se enterrara al pavo lo más lejos posible del pueblo, que parecía que aquello tenía cara de contagioso. Sin tan siquiera tocar al ave, le señaló a mi tío un saco y le dijo que se apresurase.
Mi tío, que sabía que el pavo estaba sano, lo llevó a casa, nos explicó los que había hecho, y contentos por la cena de nochebuena que nos esperaba, reímos un rato.
Esa misma noche, durante la misa del gallo, mi tío que era además de beato un poco borracho, se quedó con el cura rebañando las copitas de aguardiente para recogerlas luego. Hablando hablando, se le soltó la lengua y le contó al cura que había cenado pavo.
El cura, muy asustado, se fue a casa del señorito a decirle que pusiera en cuarentena a mi familia, que, lo que es la necesidad, nos habíamos cenado el pavo enfermo. Mi tío no tuvo más remedio que confesar lo que había hecho, y el señorito, lejos de hacerle reproches, acabó riendo y diciendo. “Es nochebuena so cipote, que también Bartolo tiene derecho a comer pavo.”
Y ahí se terminó el relato del pavo Paquito y mi tío Bartolo.
al menos cenaron de lo lindo, pobre paquito que nada lo pudo salvar de cruel destino…
dime en donde encuentro ese primer libro tuyo…
Gracias Carlos.
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Un abrazo
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