Hoy he podido comprobar de primera mano el porqué se la colaron hace unos días a mi amigo Carles Llorens.
Me cuenta, hace unos días, que le multaron en la autovía. Yo que sé de su conocimiento del terreno y de su destreza y responsabilidad en la conducción, me extraño doblemente.
Resulta que, hoy justamente, por esas casualidades que dicen ahora que no existen, me vi en la obligación de iluminar el camino, bueno, de hacer de coche guía, de un padre primerizo en eso de llevar criaturas por los partidos de domingo. Yo, toda responsable y entendiendo que el hombre lleva a cuatro jugadores de los siete de los que hoy disponemos – la noche fue larga para más de uno y no hemos conseguido levantar de la cama a ninguno más- voy despacito por la glorieta de salida, para que no se equivoque de carretera. Una vez en el primer tramo de autovía, una recta de seis kilómetros aproximadamente, pongo el pié en el acelerador hasta llegar al máximo de velocidad establecido. Cual es mi sorpresa al comprobar que perdí al pupilo en la recta, que ni lo veo en la lejanía por lo que, aminoro la marcha y llegada a la siguiente rotonda, decido parar para que el hombre no se pierda. A partir de ahí, decido ir a su paso, algo así como ir cuarenta kilómetros por hora bajo el límite de velocidad establecido según el tramo que pasamos. Cuando veo que la distancia crece, yo, frenazo al canto. Así durante cincuenta kilómetros, cincuenta minutos.
Al llegar al pueblo, me pongo a buscar indicaciones de la zona deportiva.
Voy quemadísima, tanto que, en una nueva rotonda, en lugar de recto cojo la primera a la derecha. La prisa me estaba matando, la hora del comienzo se nos echa encima y nosotros, dando vueltas por el pinche pueblo, cuatro casas y media, pero más calles y revueltas tiene el pedazo piedra.
Al final veo a un matrimonio -una pareja, aunque por la edad, podría asegurar que son matrimonio o hermanos, o que se quieren como hermanos, que sé yo- y les pregunto por el pabellón de deportes.
Me indican y entiendo que está más allá de donde llegan las casas, pero a final, llegamos a tiempo.
Al bajarme del coche, el padre del chaval, con el que yo no había tenido hasta hoy, la oportunidad de cruzar palabra, aunque el crío se sabe mi repertorio culinario de primera mano, me dice todo serio que corro mucho, que vuelo. Yo me lo tomo como una broma, me río. ¡Qué voy a hacer! No lo conozco de nada, y ni en broma, le voy a decir que conduce como si fuera pisando huevos…
No puedo jugarme herir su sensibilidad, y mucho menos la de su esposa, que desde que salió del coche se agarró a su brazo y lo mira de forma amorosa, orgullosa del Fitipaldi que tiene por esposo…
Todo este rollo para explicar que, dado a las velocidades de crucero de placer, he podido comprobar la ubicación del radar marrullero que multó a mi amigo. El pobre, que iba controlando cuidadosamente no sobrepasar los ciento veinte, y cuando el policía lo para, le hace ver que está equivocado y que su error le va a costar un cuarterón del salario.
Yo, como voy con tiempo, observo el terreno, aprovecho la ocasión, ya que pocas veces, con la carretera vacía y pudiendo circular a ciento veinte, voy a sesenta y reduciendo.
Veo un cien que no viene a cuento, en mitad de la recta, al lado de un puente, y sin desvío. Y justo ahí, escondido tras el puente, está el radar ladrón de nóminas, el recorte oficial de la autovía. ¡Qué cabrón!
Bueno, es que yo en esto de la conducción, he de decir que soy un poquito perra… mala, que me sube la testosterona hasta los extremos. Es así, como emulando al tercer género. Como dice la canción: “Yo soy así…”
te imagino manejando a paso tortuga
Pues te voy a poner un ejemplo gráfico:
http://graphicleftovers.com/graphic/Angry-bull/
Saludos
saludos querida…