El verano no había sido diferente al resto de veranos vividos hasta la fecha: no había sido más caluroso que el resto, tampoco más fresco; el trabajo quizá había sido algo más flojo pero con la crisis había ralentizado las escenas habituales, sobretodo aquellas que tenían relación directa con el vil metal.
Seguramente por eso, no estábamos saliendo tanto, ni tan siquiera a la playa, que curiosamente, todavía era de baldes.
Esa tarde nos tomamos un café de la máquina, de esos que valen sesenta céntimos y aveces tienen sorpresa -si, sorpresa: algunos vemos una mosca, otros dicen que el café lleva carne, y los paladares más técnicos, lo definen como proteína- y entre sorbo y confidencia, decidimos que de esa noche no pasaba. Marta no lo tenía muy claro pues su Tomas estaba un poco enfadado: Nos contó que después de discutir la noche anterior, había pasado toda la noche fuera, llegando a la casa pasado de trago y cuando el sol ya iluminaba el cielo. Nos explicó que cuando volvió de trabajar en la mañana, él continuaba dormido, y que así se lo dejó al volver al mediodía a trabajar. Le dijimos que aprovechara el enfado para darse una ración de ojo, que había mucho veraneante guapo por el pueblo, y que nosotras esa noche íbamos a salir, que se nos iba a pudrir la pedrería en el armario, que ya estaba bien tanto trabajo, tanto limpiar aquí y allí, sin darnos un respirito para nosotras. Marta se animó y se comprometió con nosotras.
Las últimas tormentas habían provocado un cambio radical en el paisaje de nuestro pueblo: El desnivel con el mar, antes prácticamente inexistente, había pasado a algo más cincuenta metros. Si no hubiese sido por que el acantilado donde se encontraba el castillo era algo más alto, todo el patrimonio cultural de la ciudad hubiera quedado engullido bajo las tierras removidas. Por suerte, aquella zona antes de la tormenta, apenas tenía edificios y las predicciones meteorológicas habían ayudado a que no hubiese que lamentar víctimas. Había vecinos que todavía lloraban por el paisaje perdido, pero yo justamente, opinaba que éste había ganado: La playa había quedado muy baja, más íntima, escondida de la ciudad, fuera de la vista de paseantes y otros urbanitas veraniegos, la mayoría procedentes de tierras desprovistas de horas de sol y que al exceso de éstas y de alguna espirituosa, se acaban convirtiendo en seres irrespetuosos de trato complicado. Las conexiones urbanísticas, que antes de la tormenta apenas existían, habían sido construidas con unos fondos específicos creados para la ocasión. Pese al enjabonamiento disuasorio de los de turno, la construcción por una vez, era bella y de calidad.
Habíamos quedado allí, en la majestuosa escalinata de comunicaba la civilización con la playa. Solamente faltaba Marta, pero solo pasaban unos minutos de la hora pactada.
De repente, el teléfono de Irene empezó a sonar. Era Marta. Irene escuchaba en silencio. Con el dedo, nos indicó que guardáramos silencio. Las chicas nos pusimos a escuchar con cara de interrogante. ¿Qué podía ocurrir para que nos pidiera silencio?
Irene, sin tan siquiera despedirse, cuelga el teléfono. Nos mira. La miramos. Nos dice que Tomás a muerto. Nos quedamos todas calladas, sin que nadie nos pida silencio.
Al despertarme en esta mañana encapotada y con la humedad más alta que el cielo, hago un chocolate, para mimar hoy domingo, todo lo que yo tengo.
Pongo las noticias y me entero que justo a unos kilómetros de donde me encuentro, la tormenta ha causado estragos, mientras yo vivía ese sueño.
Me ha encantado, Lamari, pese a lo tortuoso del sueño.
Un abrazo,
Jesús
Gracias Jesús.
Un abrazo,
Lamari