Pareciera que la revolución de la que hace unos días recibí noticias, tuviese la intención de alimentar razones en la zona más profunda de mis psique.
Me encontraba en la casa donde pasé los primeros años de mi vida. La recordaba perfectamente. Mientras bajaba las escaleras hacia el sótano donde viví, pensaba en la última vez que la había visitado siendo una adolescente. Entonces llamó mi atención la proporción de los espacios, todo lo recordaba mucho más grande de lo que en realidad era. La vivienda estaba vacía: no estaba el sofá de pelo rojo con patas de madera entrando a mano izquierda; tampoco el mueblecito de radio y tocadiscos –de hecho, ése había dejado de estar mucho antes, cuando mi padre decidió cambiárselo a su primo, que vivía en Francia, por una cámara fotográfica Kodak, de aquellas que tenían un carrete doble separados por un cuadro de exposición; noté la ausencia del bufete aparador de madera oscura, y su espejo con el nitrato de plata levantado en los bordes; la mesa del comedor, aquella mesa cuadrada de madera oscura y patas gordas de la que tantas veces jugando me colgué; a la derecha, un minúsculo pasillo, prácticamente un distribuidor con tres puertas que daban acceso a las habitaciones: dos de ellas tenían casi a la altura del techo, una ventana alambrada que daba a la calle y por la cual, se podían ver los zapatos de los transeúntes, la otra habitación tenía un ventanuco de igual tamaño, a modo de tragaluz, que dejaba penetrar la claridad y el aire que se escapaba desde la ventana del salón. Una de las habitaciones exteriores, la más grande, era el dormitorio de mis padres –también lo fue mío mientras dormí en la cuna-, la otra, de pequeñas dimensiones, era donde mi madre tenía la máquina de coser y la tabla de planchar; en la habitación interior, dormían mis abuelos, a los que acompañé cuando nació mi hermano y me cambiaron a la cama; Aquella vez, la cocina conservaba la pica de granito y las paredes de la casa estaban pintadas con grafitis, el suelo continuaba siendo rojo y resbaladizo; el patio con el lavadero y el retrete al fondo, minúsculo, como de juguete…
Todo estaba igual pero vacío y pequeño, no era lo mismo ver las dependencias de los dueños: dos hermosos pisos, uno orientado a levante y el otro a poniente, aunque desiertos, tras la mudanza de los amos a un barrio más lujoso, desprendían lujo, señorío, aroma a dinero, como aquel que dice. En aquella ocasión, no fui capaz de atravesar el angosto pasillo entre sótano y bajo, allá donde vivieron Divina y Teodoro, en los tiempos que yo era poco más que un bebé. Aquel corredor era lo único que había mantenido en mi memoria las medidas originales, pero no fue hasta hoy que me dí cuenta de ello, cuando en la visita transcurrida durante el sueño, fui consciente del fallo de mi percepción: En mi visita todo estaba vacío pero los grafitis habían desaparecido, en aquella casa, en aquellos cuatro espacios vitales, todo era luz: todas las paredes estaban coloreadas en tonos pasteles, como cuando yo era una niña.
El pasillo, permanecía angosto y oscuro, sin tan siquiera una bombilla con la que alumbrar aquel pasadizo. Me vino en aquellos momentos a la memoria, la luz que desde mi lado, -el de levante, el de las escaleras rodadas en innumerables ocasiones hasta malformar el entonces, pequeño espinazo- y el flash de la luz entrando por la puerta de la casita en la parte de poniente, como única iluminación del espacio.
Ni en esta extraña visita fui capaz de encontrar fuerza ni curiosidad para atravesar el pasadizo. Algo me lo impidió. Quizás en ese algo, esté la clave de muchos de mis desvelos…
Los sueños haciendo de las suyas.
Imágenes, sensaciones, preguntas…
Me ha gustado mucho.
Un beso, Lamari,
Me alegro que éste, especialmente, te guste. La verdad es que me dejó con el sabor de la duda y casi podría decir que tengo verdadero pavor a que, como en otras ocasiones, la escena quede suspendida en un «continuará», y continúe.
Un fuerte abrazo Jesús
Lamari
Otro para ti.