Seguramente a estas alturas no podría aventurarme a decir exactamente si han sido cinco o seis años los que el dolor ha protagonizado la mayoría de los momentos vividos, tanto en el día como en la noche.
Un dolor casi fijo, sordo y penetrante, que me deformaba por fuera y por dentro. Hay que conocer el dolor en primera persona para entender de lo que hablo. El que no ha experimentado el dolor no puede hacerse una idea del poder de éste. Tal vez alguno se pregunta ya donde se localizaba el ponzoñoso sufrimiento, pues bien, su centro de aplicación se encontraba en la parte alta, allá por la cabeza. Migraña, dirán algunos. Yo, también lo decía…
Lo empecé a decir cuando el galeno de turno así me lo informó.
Junto con el diagnóstico, también recibí una prescripción, ibuprofeno para el dolor.
El mal no abandonaba mi cabeza y yo al ibuprofeno le juraba amor.
Mi salud se deterioraba por momentos, la irritabilidad crecía día a día. Nuevamente visité al doctor. Le comenté con prudencia y sin hacer referencia a la visita anterior, que me parecía tener una muela estropeada y que en su lugar sentía dolor. Rápida y contenta, al dentista me envió. Tras un mes de dolorosa espera, llegó por fin, el día de la visita. Me saluda “Buenos días, cuénteme” y yo obediente le cuento mi padecer. Ordena a la enfermera que una ortopanto he de hacer. Ni me dice que abra la boca, ni nada de nada. A los dos meses, con mi ortopanto en mano, vuelvo a la consulta, y cual no es mi sorpresa cuando se pronuncia “Quizás tenga usted un poco de artrosis en la mandíbula, cuando le duela, tome ibuprofeno” -otra vez, pensé, juro que no le repliqué, aunque con las ganas si que me quedé-
Salí del dentista con mi dolor de cabeza y con un estado anímico a caballo entre el agotamiento y el astío, y preguntándome yo: “¿Es que yo no puedo tener artrosis en la cervicales o en las rodillas como todo el mundo? Artrosis… en la mandíbula”
A todo aquel que el diagnóstico refería, de risa se partía.
Como mi mal no cesaba, pasado un tiempo nuevamente visité al doctor. Asombrado y escéptico con el tema, al maxilofacial me reenvió.
Entretanto un año de espera pasó, probé terapias de esas que llaman alternativas. Todas ellas dieron un resoplo de paz mas en todos los casos me avisan que no tienen la solución. El ibuprofeno empiezó a pasar factura: aumento de peso, estómago irritado, cristales -calcificaciones- en los pies. Y pese a los efectos secundarios, el mal siguió en el mismo punto que hace años, cuando empezó, agravado, eso si.
Un año después llegó el día De y la hora Hache. Me presenté toda contenta a la consulta, con la esperanza de que por fin, me dieran una solución a mi problema. Me llamó la enfermera y al entrar a la consulta dije buenos días. A mi me pareció que era lo correcto, pero no debía ser porque el doctor, que como es médico seguro sabe de todo más que yo, no me contestó y debió enfadarse mucho, porque ni la cara me miró. Se restregaba en el sillón mientras miraba la pantalla del ordenador cuando de pronto me preguntó que cual era mi profesión. “Recepcionista”, dije yo. “Habla usted mucho”, me contestó al tiempo que me alargaba con uno de sus brazos un folio de recomendación.
Se hizo el silencio. Al minuto de éste, miro a la enfermera, que también me miraba a mi. Le pregunté: “¿Me puedo ir? Y con la cabeza, me dijo que si.
Salí de la consulta, más cabreada que dolorida, ya no sabía si tenía que tirarme al tren o al maquinista, y mientras conducía hacia casa, decidí ir a un dentista para que me sacara la muela que yo acusaba desde un principio, de ser la causante de mi desgracia.
Cogí cita. A las dos semanas, entré en la consulta, y aunque era de pago, decidí no contarle mi vida, como me iva a cobrar en directo, pues decidí que le dejaría expresar su talento. Bueno, dentro de mi maldad, decidí decirle el lado de la cabeza que me dolía, no fuera que me mandase otra ortopanto de los webs…
Me dijo que me iba a hacer un par de radiografías. La ayudante me metió la maquinita en la boca y me hizo las fotos. Pusieron las proyecciones en el visor y aunque me comentó que ya creía tener diagnóstico, me sometió nuevamente a otra foto, que voy a tener que girar un poquito la mandíbula… me dijo. Yo, obediente, a estas alturas de la película, dispuesta a perder una pieza en la que invertí un curioso dinero, no por amor pero si por el dolor, acepté hasta de buen grado…
Resultó ser lo que ella pensaba. Resultó ser lo que yo desde un primer momento sentí.
Mi querida muela se había desplazado en el transcurso de los años y había aprisionado parte de mi encía. Y eso, durante años…
¿Se imaginan el dolor?
A partir de ahí , la odontóloga me explicó como solucionar. Ya no siento dolor. Y no me he muerto…
Bueno ha tardado más de lo que debería, pero me alegro de que el dolor haya quedado atrás. Un abrazo.
Muchas gracias por tu comentario. Tu alegría es mi alegría.
Un abrazo
Mechas