Como otras tantas tardes ya pasadas en otros inviernos, se aproxima la tormenta a la salida del colegio. El entreno es sagrado, de su cumplimiento depende la curación, vivir sin dolor, o morir por ello. Dejo todo para luego, después es tarde y todo está lejos.
La distancia se me hace larga, la noche se ha apodera súbita de la calle que a pesar de la hora, dejada llevar por el cielo, aletarga presto a los cuatro vecinos de la calle. La eminente tormenta a tocado retirada antes de tiempo. Los primeros relámpagos han tornado cautos a los pocos viajeros que descienden del carrilet en la estación de San José. Corren raudos. Me guío de su proximidad por la luz de la tintorería y de la lechería de enfrente, pero las luces no son visibles esa tarde. Algún trueno debe haber hecho saltar la caja de los plomos, esa que se encuentra en la esquina de Miguel Romeu, al lado de los ferrocarriles. La barrera no funciona, los trenes circulan sin luces, solamente el silbido producido por las ruedas en los raíles avisa de su proximidad. Empieza a llover y siento miedo ante la oscuridad total en la que me veo inmersa.
Debe ser algo más de las siete y ya los obreros de las fábricas han marchado en sus bicis con dinamo, en sus vespinos azules, a resguardarse en sus casas rápido. Hoy no se paran tras el trabajo, el cielo no invita a retrasos, a convites ni camaraderías.
Todo es silencio. Alguien se aproxima, el pánico se apodera de mi. Empiezo a correr en la oscuridad, noto por fin que con éxito he cruzado la vía. Oigo mi nombre. Oigo su voz. Dudo un momento si lo he escuchado o es solamente el deseo de sentirme a salvo lo que me hace sentir algo que no ha ocurrido. Vuelvo a escuchar mi nombre. Si, es él, la oscuridad también lo ha sorprendido. Ya juntos, bajo la lluvia, continuamos el camino. Siento que se está aprovechando de la intimidad que da el momento. Al llegar a la esquina de la calle Leonardo da Vinci, me hecha el brazo por encima y me tapa con su anorac. Me para contra la pared, yo intento escapar asustada. En la siguiente esquina, entrando en la calle de la Merced, intenta darme un beso. Ve lágrimas en mis ojos, la luna llena se abre paso entre las nubes que retapan el oscuro cielo. Me abraza fuerte y se disculpa con un “Lo siento, pero es que es lo que siento”.
Me da la mano y seguimos camino en silencio. La culpa me embarga. Yo también lo siento.
Sueños los tuyos, Lamari, que me hacen soñar.
¡Bello!
Un beso
Gracias Jesús.
Un abrazo
Lamari
¡Mucha salud!
Sueños que deben ser cumplidos.
Un saludo
Verdaderamente hay algunos que no me importaría materializar, querida Lorena.
Un abrazo
Mechas