Pocos son los recuerdos que no alcancé a borrar de mi niñez y adolescencia. Entre ellos se encontraban unos ratos pasados contigo, antes de entrar al colegio, donde compartíamos confidencias y alguna que otra lágrima. Pese a lo duro del momento, esbozo una sonrisa ante su recuerdo, por la cantidad de corazón volcado en la vivencia. Poco más. Hasta hace bien poco, solamente recordaba que apenas tenía recuerdos y la mayoría de los nombres de todos aquellos que compartieron aula conmigo, sobretodo de aquellos de conducta y actitud sobresaliente en algún sentido. Pasé los años esperando escuchar o leer sus nombres como protagonistas o colaboradores de alguna acción importante para la humanidad. Estaba completamente segura de que aquellas personas con las que compartía horas de aprendizaje, juegos e inquietudes, poseían una calidad que yo admiraba en silencio e intentaba imitar con desatino.
Solamente recibí un golpe duro en aquellos momentos -académicamente hablando- que me impidió reponerme casi por el resto de mis días. Los golpes personales los fui y los sigo sobrellevando como todos, unas veces mejor y otras no tanto.
El resultado del golpe recibido fue una huida con destino a ninguna parte que todavía aunque más despacio y con menos frecuencia, surge dentro de mi y ahoga mis buenos propósitos.
El paso del tiempo fue acostumbrándome a tener más paciencia y menos sueños.
Llegó un día en el que empecé a sentirme algo mejor y opté por moverme con destinos tipo tren de cercanías, algo así como pequeñas metas.
Quedó tan grabado en mi el sentimiento de culpa adquirido en la niñez que no he conseguido separarme de él, aunque si he logrado seguir adelante y camuflarlo casi hasta dejarlo sin respiración.
Fue por todo esto que sentí que mi vida tenía que cambiar, y no tardé en darme cuenta que había cosas, como mi color de ojos o mi voz gorrionera y susurrante, que me acompañarían siempre, hiciese lo que hiciese. Los miedos y los complejos viajan conmigo, la ventaja de reconocerlo, aunque sea aquí, con esos amigos dos punto cero que de tanto en tanto visitan mi casa y conmigo misma, es que conozco y acepto, y también he llegado a quererme mucho tal como soy, con todos esos defectos que tanto daño han hecho al mundo en general y a mi humilde persona en particular.
Muchos se preguntaran que a que viene todo este alarde nostálgico de culpabilidad aderezado de pesimismo. Ya saben, ese terreno pantanoso en el que acostumbro a moverme… Pantanoso y contradictorio, he de recordar.
Todo esto ha salido en respuesta a una pequeña reunión que me hizo inmensamente feliz. Justo desde del día creo que no he interrumpido en sus tareas a ninguno de ustedes.
Me reencontré con personas a las que no veía hace más de treinta años -si, soy muy mayor, para ello hay una razón: nací antes-
No tengo palabras para expresar lo que sentí, solo diré que esa noche no dormí, como una adolescente a la que el chico de sus sueños le sonríe, o cuanto menos ella lo cree.
Mis intervenciones, como siempre, pocas e inacertadas, pero disfruté tanto escuchando…
Descubrir que no era el único patito feo -en sentido metafórico, y no porque alabe o desalabe las bellezas, sino sencillamente porque estoy hablando con ese que perdí, ya saben… el que se mueve en el tórax…-
Descubrí esa crueldad infantil que se desata sobre el débil de boca de otras personas. No sé si por aquello del mal de muchos o porque comprobé que no todo en mi habían sido opiniones desacertadas, de una mente revoltosa, traviesa, inquieta, como era la mía, no había sido una cadena continua de errores, y me sentí mejor conmigo misma.
Dejé de sentirme si no la peor, la más desdichada sobre la tierra, presencié en directo testimonios reales y comunes, formas de afrontarlos y de lamentarlos. Y ahí no me victimicé sino que me sentí solidaria, noté que aquellas experiencias que escuchaba me hacían reflexionar sobre como reaccionar con fuerza ante las situaciones adversas.
Aprendí tanto de nuevo, sin esperarlo. Recibí tanto… que no pude, cuanto menos, sentirme afortunada de aquel reencuentro, feliz una vez más, de los regalos que la vida a veces me envía.
Solo me quedan palabras de agradecimiento, ante la vida -por cruel que en ocasiones se presente, no puedo dejar de nombrar el momento en el que recordamos a los que de alguna forma ya no están- ante aquellas que compartieron tiempo y mesa conmigo, ante quienes no pudieron estar físicamente, y ante la persona que hizo posible el milagro.
GRACIAS.