Como aquella película de Woddy Allen, “Vicky Cristina Barcelona”, esta historia que recién comienza podría titularse algo así como “Carlos, Mechas y el Océano”. De momento, se queda así…
Hoy hace exactamente setenta y nueve años, el once de marzo de mil novecientos treinta y cinco, nació mi padre, y también en tal día como hoy, hace ya doce años, apagamos sus últimas velas, sesenta y siete. Nació en tierras cordobesas bajo el amparo de San Eulogio, patrón del día.
Ese mismo santo, treinta años más tarde, sirvió para acristianar a un varón allá por los arrabales de Barcelona, un chico que durante su corta vida, truncada mientras robaba un automóvil – un Seat 1430 Fu– con huida espectacular por la zona de , en la calle de Sant Fructuós esquina calle Mèxic, para más señas, tuvo una tarde de gloria frente a sus amigos en un tuburio al lado de la estación central de ferrocarriles, durante su último día de Navidad, tres meses y medio antes.
Por aquel entonces, como solían comenzar los Evangelios, el día de Navidad era todavía costumbre que los negocios de la ciudad permanecieran cerrados, contribuyendo así al disfrute de la reunión familiar, a lo que, quedaba exento de tal regocijo, todo aquel que regentaba negocios de aquellos llamados por aquel entonces, de mal vivir.
Por otro lado, no podemos obviar esas sangres adolescentes que se agitaban con fuerza ayudadas por los nuevos vientos sociopolíticos que acababan de comenzar en el país, un lugar donde la amalgama cultural existente, escondida durante siglos por los poderes reinantes, estaba a punto de explotar.
Entre toda esta mezcla variopinta, aquella tarde, un muestrario adolescente de Cataluña, Extremadura, Galicia, Andalucía y las dos Castillas, todos ellos hijos fuera de cuna a causa de la pobreza, faltos de arraigo, del más mínimo apego por esa nueva tierra que los vio crecer y nacer, se encontraron en el Summertime.
Por un lado, la banda de Eulogio, una panda de delincuentes juveniles de aquellos que por quinientas pesetas conseguidas por una medalla robada, eran capaces de decapitar a una abuela a cambio de un pico de heroína.
Por otro lado, la banda, que no era tal -el grupito- de Mezzo, la primera Poval, nacida tras la proyección de Brillantina y el desplante de Casimiro, un casi nonato que se quedó en nohomus, como respuesta al dolor, y como escudo de salvación a la crueldad exterior a sus fueros. Un grupito gestado en las recién inauguradas aulas mixtas de un colegio teresiano y femenino hasta hacía poco, obligado por las nuevas corrientes y por la economía a dicho alarde de apertura social puramente falso, dicho sea de paso.
La chica no era mala del todo, más bien una nena del montón, en la zona del medio, invisible para la gran mayoría, rodeaba de bellezas descomunalmente simples o escondidamente pendencieras, que requerían de su compañía poco más que para aprovechar su facilidad para resolver sus ejercicios difíciles de la escuela y a la que sacaban de paseo, a modo de buena obra -decían en tono lastimero, las muy…
Abrevio, que sino el tema se hace eterno. Ah… no puedo dejar de nombrar al chico, el único de la banda de los buenos, alto guapo, listo y de oriundo de las mismas tierras de la campiña sureña, Luis Roberto, o algo así, por ponerle un nombre, realmente, no lo recuerdo. Solamente quedó grabado lo que he escrito y lo que ahora seguido cuento.
El lugar era oscuro y con un olor a húmedo que parecía emanar del fondo de los asientos. Nada más entrar, uno se veía invitado a mirar hacia el fondo, una larga barra engalanada con farolillos verdes y rojos, que se convertía en reclamo obligado de todo aquel que entraba, no sé si en realidad reclamo de negocio pero sin sin duda de no quedar exenta de la mirada de todo aquel que aquella tarde hubiera sido llevado por sus pasos a aquel sórdido escenario. La sala era cuadrada, rodeada de pequeños reservados, donde la poca luz dejaba al resguardo a algunas parejas comiéndose a besos y otros arrumacos.
Nada más entrar las chicas, tomaron asiento en unos de los destartalados bancos, ipso facto, el camarero, como quien dice “a saco”, se acerca a ellos de manera irreverente, provocando su rechazo, que de golpe queda ahogado en una sonrisa al ver sobre la mesa unos cubalibres de ron barato. Alguna de ellas le explica que no han pedido nada, que de hecho han decidido cambiar de sitio. El camarero, con una mella de oro en su sonrisa, les indica con el dedo, sin ningún pudor, al grupito de chicos malotes de la barra, y lles que son ellos los que convidan. Unas que sí, otras que no, todas o casi todas que pretendían aprovechar la oscuridad del lugar y el achispamiento tras una opípara comida navideña, para coger al galanzote buenote y dar rienda suelta a sus censurados instintos, disfrutando de un triple salto mortal de los placeres, consiguiendo tenerlo entre sus piernas, delante de las otras y que encima, ninguna acabara dándose cuenta. Aunque si miraran con envidia lasciva la proximidad de ambos cuerpos. Se lo llevaba por mayoría, Mezzo, la única que no intentaba tal encuentro, aunque si él, la tenía a ella por objeto, y no de ese día, sino de más tiempo.
Mezzo vivía en su mundo, en el que había quedado inmersa tras el dolor sufrido con aquel primer desencuentro, por aquel entonces, su corazón para según que menesteres ya había quedado muerto. No se había dado cuenta o quizá lo vio venir, no lo recuerdo. Ahora tocaba vivir deprisa e intenso, sin dar tiempo al sentimiento de dentro.
Al final fue que si. Como rechazar un cubalibre por malo que fuese, si ninguna de las allí presentes era capaz de compararlo y diferenciarlo con la colonia de frasco. Por otro lado, todas excepto una, sabían aunque no reconocían que el bueno de su compañero, no tenía ojos sino para la mala del grupo, que en realidad, ya aclaré antes que no era tal -punto ha añadir a la crueldad desmedida y encubierta que se gastaban con ella aquellas que pasaban por amigas-.
Mezzo aceptó la invitación en nombre todas bajo alguna mirada represora que no dudó, eso sí, en beberse el combinado. Claro está que la invitación no era gratis y no tardaron los muchachos, al más puro estilo de los T birds, en acercarse a la mesa, más como moscones que como pájaros, sea de paso dicho. Las invitaron a bailar y a regañadientes y viéndose obligadas por las normas de cortesía, a la pista con desgana se lanzaron. Quedó solo el buenote aunque fue por un momento, una que entraba en ese instante le echó ojo y cepo al mismo tiempo, teniéndolo entretenido un rato.
No vieron pecado pues las rápidas -las canciones disco – estaban sonando.
Al poco empezaron las lentas y con ellas el pecado. Mezzo y Eulogio en medio de la pista, a la vista de todos, desconocidos y abrazados, adquiriendo posturas a modo de tango, con espectadores babeantes, subiendo la tensión del espectáculo… y llegado el momento, se sintieron tan observados que no tuvieron otra que acudir al reservado y allí terminar lo que en la pista, o quizás en el momento de la entrada de Mezzo al local, habían comenzado.
Ahora, desde el tiempo, la concepción del espacio ha cambiado. Siempre lo digo, nada es casualidad, Carlos siempre fue el nombre en clave utilizado por Oscar y yo, para ocultar a los protagonistas de nuestras aventuras. Y aquel lugar, y aquella tarde, se dió lugar a otras historias, vistas desde otro ángulo, por otras personas. Y de la misma tarde salieron miles de anécdotas, algunas auténticas leyendas urbanas que marcaron un época, que como todas ellas -las historias y las décadas- permanecen en el tiempo porque son parte desde el principio, de algo tan simple y tan complicado, tan largo y a la vez tan efímero, como son los momentos, esos que componen -recomponen, modelan o redecoran- nuestra vida.
Besos
no tengo idea de donde va la siguiente parte, así que por hoy agredo el espacio de comentarios
CARLOS, MECHAS, EL OCÉANO. II PARTE
Carlos no era pintor, no le gustaba el mar y amaba el bullicio de las grandes ciudades. Eso era Barcelona, una gran ciudad que poseía no solo un mar, sino también un océano que daba de frente a otro continente o eso era lo que Carlos deseaba creer, sin importar si todo eso era cierto o no.
La última vez que vi a Carlos era verano del 2012, México estaba ardiendo en batallas sin sentido, una lucha del poder por el poder mismo y Calderón no dejaba de beber todos los días, era el hazme reír del país y un borracho que siempre traía la nariz roja.
En ese tiempo Carlos no se hacía llamar por su nombre: Oscar Buenaventura, se ocultaba del mar, del gobierno de México, pero sobre todo de los amores frustrados, había dejado su país, teniendo como principal pretexto, el miedo, miedo a que le quitaran la vida que eso ya representaba un gran problema. Carlos no hablaba demasiado, era un poco tímido o más bien reservado, los cursos que había tomado de poesía no le servían de mucho, por un lado su incapacidad para comunicarse seguía siendo la misma y por otro lado estaban esos cursos que no le daban de comer. Nadie podría decir que todo su comportamiento era un tanto predecible y que tarde o temprano tendrían que suceder las cosas que sucedieron y que ahora intento contar.
Esta no es una historia de la violencia de un país o de todos los países del mundo, tampoco es una historia que quiera contar de forma lenta la historia de ciertos personajes que se han perdido en la memoria de los protagonistas, es por mucho algo más simple, estimulante y exótico. Es el mundo ácido y cruel de la vida en pareja. Carlos había pensado que podría sobrevivir como escritor de panfletos, llego a pensar que si escribía unas cuantas poesías y se presentaba en alguna librería más o menos famosa y cobraba unos cuantos euros por la asistencia, podría soportar todo lo que viniera en gana en los próximos años, pero Carlos era un pésimo poeta, uno que se aprovechaba de la violencia y de las pifias de su gobierno para atacarlo con todo. Fue uno de sus ataques que lo catapulto fuera del país. 2012 fue un año complicado, Carlos se la paso todo ese año sin tocar mujer alguna y solo se escribía de manera casi frecuente con una tal Mechas o Mezzo o Poval, la verdad es que eso no lo tengo muy claro, lo cierto es que se escribían largos correos, precisos y descriptivos.
Esta historia no tendría sentido si Carlos no hubiera dado el paso siguiente, un paso que lo puso en riesgo mortal y que tal vez fue un milagro lo que lo salvo. No puedo decir que lo conociera bien, muchas cosas no tenían sentido alguno, sus historias eran atroces y su poesía despreciable, además él no era un tipo guapo, ni alto, ni nada que lo pudiera rescatar de esa situación en la que se había metido. Carlos era el eslabón perdido para que ese sistema funcionara a la perfección. Hablaba como hablan todos, es decir, no existe diferencia de cómo hablan unos u otros, lo importante es que estaba dispuesto a comunicarse o eso era lo que yo creía.
Había pensado formar una banda, no de las que hacen música, sino una banda que cometiera actos atroces y que el miedo fuera parte del día a día de sus vecinos, pero una banda no era lo que él deseaba, lo suyo era crear, inventar actos, lugares donde los personajes no tuvieran más importancia que en los relatos, en las leyendas urbanas, en las tantas cosas que uno al momento de vivirlas no le da importancia. Carlos me contó una historia que había sucedido en su tierra, aunque yo, de la geografía mexicana no entendía gran cosa, el norte que no era el norte y el sur que tenía una extensión para que su nombre tuviera sentido de localización, pero yo no entendía nada de eso. La historia era la siguiente:
Al principio me dijo que casi no podía hablar de eso, que todavía se le revolvía el estomago, “siento aún las arcadas” fueron sus palabras. Los secuestros, las muertes constantes del crimen organizado dejaban muchos cuerpos en estados de descomposición en las casas de seguridad, la demanda por deshacerse de esos cuerpos era alta, algunos habían comprados tigres o leones para deshacerse de sus muertos, ni siquiera esas fieras se daban abasto, así que alguien se le ocurrió deshacerlos en ácido. Carlos había estado presente en más de una vez cuando esos cuerpos se deshacían en ácido, algunos los habían hechos pedazos pequeños, pero otros eran metidos en tambos llenos de ácido y ahí los dejaban, hediendo, desapareciendo para siempre, sin dejar rastro alguno de sus cuerpos o de sus historias, solo unos familiares los recordarían, aunque con el paso del tiempo también se olvidarían de ellos. Fueron tantas historias que vivió Carlos cuando aún no sabía que tendría que llamarse Carlos o que saldría huyendo del país.
Besos querida
CARLOS, MECHAS, EL OCÉANO. III PARTE
No hay duda que la vida desde su comienzo no es más que una huída fulminante hacia la muerte, claro está que para muchos de nosotros se convierte en un viaje zigzageante con precisión personificada. Lo mismo que se relaciona la vida con una huida continua, siempre dí por sentado que todo este movimiento a velocidad vertiginosa, tenía La verdad es que siempre vi una similitud entre las ciudades fronterizas y con puerto, vivir en un lugar de esas características, independientemente de ser la gran Barcelona o cualquier pueblo perdido entre dos tierras tenía algo común, aunque pudiera parecer disparatado. Había una extraña semejanza entre las gentes que poblaban dichas zonas. Años atrás había pensado que todo era fruto del desarraigo que producen los flujos demográficos, después acabé dándome cuenta que no era solamente un tema social o estadístico.
La similitud radicaba en vivir al límite, ya fuera una frontera o la línea de la costa, eso era lo que marcaba el proceder de sus habitantes, o por lo menos eso era lo que yo creía. Siempre sentí especial admiración por todos aquellos que conocían otras tierras, que venían de lejos, que eran, como decía mi padre, gente viajada. Aquí no entendíamos de eso y yo no quería ser igual que el resto, cualquier extranjero que se cruzaba en mi camino acababa llamando mi atención: deseaba escuchar historias de otras gentes hasta que un día, entendí que la gente era siempre la misma, fuera de donde fuera. Un día, durante un partido de fútbol escuché a una mujer que arremetía duramente contra el equipo adversario, decía que eran de río y que por eso jugaban y se comportaban así. Yo no entendía nada. Esta mujer también venía del sur, pero de la parte norte, de la que no tenía río y tampoco tenía mar. Entonces empecé a entender algo. Empecé a comprender algunas cosas, entre ellas que una parte de la humanidad de la pasaba criticando, envidiando, admirando, amando, odiando, a la otra parte. No era cuestión de sexos, ni de edad ni religión ni de posición, era solamente que todo aquel que no estaba contento con su vida se dedicaba a fastidiar la de los demás, aunque eso fuese más complicado que intentar arreglar la suya. Y muchas veces no eran trabas o insultos, otras veces se llegaba tan lejos en la tarea de destruir al otro que hacían desaparecer hasta a las personas. Pero eso es mucho más complicado, ya no era un puro acto de aniquilamiento sino todo un muestrario de cobardía, como cuando se empezó a ir su vida al carajo y ella tapaba sus encuentros sexuales con constantes visitas a la biblioteca. Otros iban al mercado sin dinero y volvían con un carrito repleto de viandas pero de esas nadie hablaba.
La línea seguía existiendo, insalvable para unos, insignificante para otros pero siempre invisible.
En una de las salidas a la biblioteca, creo recordar que a una situada muy cerca del puerto, las chicas –las mismas de la otra vez- notaron que había un tránsito inusual de marineros italianos. Estaban tomando un café en las Ramblas mientras contemplaban el movimiento de los marinos: subían y bajaban, unos las ramblas, otros los meublés, y algunos llegaban hasta la Plaza Cataluña, donde entonces se encontraba el Casino Militar, justo al lado de El Corte Inglés –no se puede dejar de hacer mención a este edificio emblemático para la ciudad y porque no reconocerlo, para mi vida también, que se vio condenado a la desaparición, victima de la avaricia y porqué no, si de sincerarse se trata, de ese newpuritanismo en el que se amparó la destrucción de gran parte de la ciudad mediterránea, con esas olimpiadas que llegaron en momentos como los actuales, convulsos y con poco futuro, momentos en los que la depresión era tal que nadie fue capaz de ver, y si fue capaz de ver, o le faltó valor o fuerza para luchar contra ello.-.
Tengo que reconocer que este pataleo tan lejano en el tiempo y que llevaba albergando dentro otro tanto igual, ha dejado un espacio dentro de mi que he aprovechado rauda para rellenar con una buena bocanada de aire fresco, de esas que solamente aparecen tras una buena faena, o porque no decirlo también, tras las malas.
Entraron a El Corte Inglés y Mezzo compró el libro de Richard Bach “Juan Salvador Gaviota”. A la salida, todas sin excepción se deleitaron con el ambiente urbanita y cosmopolita que se respiraba en la calle, y es que en aquellos años, en Barcelona, ya se respiraba la globalización, quizá por ello siempre se sintió tan ciudadana de mundo y tan poco afín con las banderas y otras señas de identidad, cosa que hacía y continúa haciéndola sentir muy libre pese a las circunstancias que a veces nos coactan. Embobadas miraban a la gente, mucha de ella venida de lugares lejanos, algunos solamente de la vuelta de la esquina, otros, del barco italiano. Se dejaron llevar en última instancia, por aquella estela materializada en uniformes blancos con gorras de plato que procedente de un buque anclado en el puerto, entraban en el Casino Militar y los siguieron cual ratas de cuento hacia el interior, a una de las plantas donde como por arte de magia, se ubicaba una discoteca. Era un espacio distorsionado: una disposición de focos multicolores sobre las paredes de una casa regia, de las originales del plan Cerdà. La escalera de carácter señorial para acceder a la planta principal era una auténtica maravilla arquitectónica, aunque en aquel entonces uno no disfrutaba de aquellos pormenores. En aquellos momentos eran las hormonas imposibilitaban recaer en la belleza arquitectónica de la ciudad, y bueno, aquellos marineros atrajeron como chocolatinas a golosas. Ya ubicadas en el baile, no faltaron moscardones que las rondasen toda la tarde, la mayoría de belleza poco asociada con el insecto al que imitaban. Dada la gran amplitud de escaparate desplegada pudieron elegir a los mejores, bellos entre guapos, que además vinieran con la copa en la mano ya pagada. Como suele pasar en estos casos, toda la reunión se decantó bajo un mismo objetivo, mujeres versus hombres, y claro, este tema parece ser o por lo menos a mí me lo parece, esto siempre lo llevaron mejor los del género masculino. Nuevamente Mezzo se convirtió en el objetivo de ambos bandos pese a ser de lo más genérico. Aquel día lucía una falda de tubo blanca con un jersey de tirantes del mismo color que lucía espectacular sobre su piel morena. El resto de grupo –las mujeres- ataviado de Lewis y Adidas miraban el resultado de aquella falda de confección casera. Los hombres disputaban flanquearla ofreciendo una amable invitación a la pista. Aprovecharon todas menos ella para salir a la pista. Mezzo, con su libro recién comprado en las manos, las miraba desde la barra. Entonces llegó Alex, el más bello animal creado visto hasta ese momento y Mezzo al contemplarlo, decidió que sería suyo aquella tarde. Acostumbrada a las recriminaciones de sus compañeras esa tarde decidió apagar sus orejas en la vuelta a casa. La brecha abierta entre ellas, era cada vez más grande. Y bueno, de la misma forma que Mezzo se iba separando del grupo, empezó a sentirse mejor, aunque eso de sentirse bien, no es siempre lo más adecuado.
Besos
Déjame que te diga que me ha encantado lo que acabo de leer.
Me fascina el personaje Mezzo, Mechas, Poval y esa vista de una ciudad que me ha vivido y en la que he vivido, aunque no sea la mía.
Un descubrimiento salouense de lo más fresco. Y sigo.
Abrazos de tarde- noche…
Muchas gracias por tu visita y feliz de que este experimente te haya gustado.
Un abrazo
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