Sin que nadie pueda tacharme de menesteroso, debo aclarar y desde ahora aclaro primeramente y sin ninguna regla de cortesía a un servidor, que este oficio, a pesar de su importancia, no deja de ser uno más entre otros tantos que un día pasaron por mi vida. Nací artesano, que no artista y en cada época de mi vida, que nada tuvo que ver con cualquier estadío teórico al uso, quede aclarado. Aunque bueno, quizá erro. A lo mejor el trayecto se realiza sobre un mismo momento, y lo digo en presente, porque pese a quien pese, todavía no estoy muerto.
Como iba diciendo, de oficios hablaba, creo: Primero quise ser cantante y tardé en darme cuenta que aquello que me decía mi padre -”No cantas ni para ir arando”- era bien cierto; luego peluquera pero sin salón de comadreo, tampoco quería ser peinadora errante, razón por la cual reducía bastante, hasta la extinción, éste honorable oficio de poner bellas a las señoras; más tarde decidí ser ingeniero y entonces topé con esa cuestión tan transparente e inocua para muchos, tan ardua e infranqueable para otros, que es la diferencia de sexos; después decidí ser tabernero y ofrecer las mejores tapas con caña de todo el reino y ahí, no me llegó el dinero o el valor, para hacerlo; por último vino de rebote otro mostrador aquel que ni imaginaba en el peor de mis sueños, y en él vivo o, quizá muero.
Y entre tanta ingratitud para conmigo, decidí por fin, vivir un sueño, decidí crear, sin importarme el tiempo ni el mundo, convirtiendo a éste en la pasión que me motiva, dejando que sea el dueño de mi vida, esa en la que yo mando y ordeno.