Justamente volví a engancharme a “La mitad del cielo”. No sé, quizá sea la décima vez que la vea y, siempre la acabo, no sé porqué.
Hoy mi atención acabó centrándose en esa abuela mágica que tiene bisnieta mágicas -quizá como María, aunque nunca le he dicho nada, presiento de manera firme que lo es.
Si, sí, no me equivoco, es la bisnieta la que ha heredado esas cosillas extras que tiene la abuela de su madre. Pero que pena, no pude tratarla. Ni María, tan siquiera pudo conocerla.
Y yo pienso de mi abuela. No en esa, en la otra. En la que nunca me quiso. En la que no sé porqué -o quizás si- me apartó de su lado. Es cierto que perdí un punto cuando no recibí su nombre, pero no todas lo recibieron y tuvieron igual pago.
A mi me gustaba su olor a polvos de arroz, su tez blanca, inmaculada. No olía a abuela corriente, su aroma llegaba a los jazmines en el verano, procedente de su moña artesanal que elegante, regia, ubicaba en el ojal de su blusón de medio luto, llevado no sé por quien.
“¿Qué es algo y nada a la vez? El pez” Yo. Pero yo no soy pez. El pez es quien mi guarda. Desde siempre me guarda, aunque hubo un tiempo en el que yo estaba equivocada, o quizá no. Siempre fue un pez, sigue siendo un pez aquel de quien depende mi vida. Aunque la vida es tan frágil que, en cualquier momento, en un mar cualquiera, puede mimetizar la peza, esa que soy yo y que se engaña y, o, se equivoca una vez tras otra. Como cualquier mortal, aunque sin excederme. Por mi tranquilidad, no me educaron para ello.
Sigo en la búsqueda de ese eslabón perdido que no aparece y a pesar de ello, tengo la seguridad de que sigue ahí.
Ahora, aquí, en el corazón de María, aunque ella despiste por sus formas, tiene eso que, las mujeres de la familia buscan, creen tener y esperan que florezca, el poder, la sabiduría, el auténtico ser.